Woody Allen vuelve con una película de época, algo que no es tan representativo en su filmografía. Hace ya quince años viajó a los años 30 con Acordes y desacuerdos, antes lo había hecho con La rosa púrpura del Cairo. Y hace tres viajó, sólo en parte, a los años veinte parisinos con la original Medianoche en París. Esa coordenada de espacio tiempo le debió gustar, porque ahora regresa a la Francia (la Riviera francesa) de aquella feliz y bella década.
El discurso de Magia a la luz de la luna está en su línea. El realizador sigue tocando los temas de siempre y con las asiduas y jocosas conversaciones, pero sin ahondar profundamente. Otro autor hubiera tocado el tema de la cinta –la ilusión- más detalládamente. Pero así es el neoyorkino, que prefiere retratar sus neuras, sus miedos y sus suposiciones en la gran pantalla con humor.
Los instrumentos que usa son cruciales: el guion y una buena dirección de actores. Allen saca muy bien el jugo a los actores de calidad. Bien se demostró el pasado marzo cuando Cate Blanchett se alzó con el Oscar a mejor actriz por Blue Jasmine.
Ahora el protagonista es masculino, y como lleva ya tiempo haciendo, deja el rol principal a otro: a Owen Wilson o Kenneth Brannag entre otros ya les tocó aturdirse en las anteriores tramas. Ahora Allen deposita sus neuras, sus escepticismos y sus inseguridades en Colin Firth.
Qué gusto da ver al actor británico en un guion que hace juego con el talento del inglés. Tras las obras menores de Un largo viaje, Condenados o Un plan perfecto, este papel le deja explayar al cien por cien su capacidad interpretativa. Ahora es un mago que habla del espiritualismo desde la razón, con modales pero misántropo. Le da pie Emma Stone y está a la altura; el rol de americana pizpireta es de su talla, como el maravilloso y envidiable vestuario que muestra en cada toma. Ella le aporta el toque de sofisticación e intelecto necesario para no ser tan florero (los guiones del director no han sido precisamente adalid de la igualdad).
A la pareja le rodea un elenco de actores de alta calidad como Eileen Atkins, Jacki Weaver, Marcia Gay Harden o Simon McBurney. Allen escoge bien a sus secundarios para que bailen al son del guion y la historia. Ellos ayudaran a que el argumento se lleve a cabo. En este caso, es la evolución de Stanley (Firth), el mago recto e impasible deje a un lado su ironía y las teorías de Nietzsche y que, con ayuda de Sophie (Stone), la supuesta médium, mire al cielo de vez en cuando. Esa es la metáfora tratada en el guion, las ilusiones se ven en la evolución de Stanley según conoce a la chica.
El director mantiene un guion muy notable haciendo uso de buenos trucos para que el embrujo del espectador sea constante en la hora y media de metraje: la dirección de fotografía, que lo tiene fácil ante el cautivador entorno, la dirección artística y el vestuario (claro que los años veinte en cine es una apuesta a caballo ganador). No es pomposo sino elegante, siguiendo la estela del cineasta.
La magia es modesta, cierto, pero la estratagema del mago es aceptable. El discurso es agradable y la puesta en escena sabe jugar tímidamente con la credulidad del público cual espectáculo de ilusionista. Sus dos actores son muy dispares, pero ambos mantienen la chispa viva, quizá por ser polos tan opuestos. No es sobresaliente, pero sí es digna.
Lo mejor: La dirección de arte, los paisajes, el magnífico vestuario de Sonia Grande, y la sensación de haber visto una película agradable.
Lo peor: No alcanza el pódium de Woody Allen.
Por María Aller
@Llesterday_Mary