Cualquiera que haya visto una película o serie norteamericana de adolescentes de instituto conoce el concepto “cápsula del tiempo”, que fue extendido por una cultura popular obsesionada con la idea de proyectar un presente intacto al futuro, (un futuro, muchas veces, demasiado inmediato). Destapar ese recipiente hermético que ha conservado el anacronismo de una época parece ser la obsesión (y triunfo) de Richard Linklater, y así lo demuestra en su último largometraje Todos queremos algo (Everybody wants some!!, 2016).
Linklater ofrece al espectador la posibilidad de asomarse dentro de una de esas cápsula del tiempo, una construida por él mismo a base de recuerdos destilados e ideas icónicas perdurables, como ya hiciera con Movida del 76 (Danzed and confused, 1993) precedente más obvio de su último film, por retratar a un grupo de adolescentes en su último día de instituto. A pesar de las declaraciones explícitas del director sobre la naturaleza sucesora del proyecto, es la última escena de Boyhood (Momentos de una vida) el punto de partida del que parece nacer Todos queremos algo. Tras acompañar 12 años a Mason, Boyhood se cerraba con la llegada de este joven a la universidad poco tiempo antes de comenzar las clases. Aquel momento cargado de energía trascendental (y alejada de los hitos personales y vitales que tienen nombre propio), condensa toda la narracion de Todos queremos algo, contando los días previos del inicio de la universidad de su protagonista, Jake. Este joven texano con beca deportiva (cliché libre de la banal estereotipación gracias a la destreza del director en la construcción de personajes capaces de no tomarse muy en serio a sí mismos), se encuentra en uno de esos tiempos muertos que, sin llegar a ser un impasse, se convierten en un no tiempo: momento previo o posterior a un acontecimiento importante que se definen en base al dicho acontecimiento sobre el que pibota. Jake va a empezar la universidad, y será en esa perífrasis atemporal (ese “ir a”), en el que Linklater fija su cámara y desvela la grandeza y repercusión de lo que no se ha etiquetado “nominalmente”.
El tiempo, ese que no entiende de fronteras físicas (tan solo emocionales, quizá), se envuelve de una ingenua nostalgia que acude a lugares comunes del imaginario colectivo sobre la vida universitaria. No hay nada que no se haya visto ya (algo menos obvia resulta la “fiesta teatral”): fiestas universitarias, cerveza, algo de pogo, novatadas, más cerveza y esas chicas universitarias sin voz, sin diálogo y sin ropa. Hay un reconocimiento vivencial (o quizá deseable, imaginable, esperado) en las imágenes de Linklater, estableciéndose una conexión con la realidad experiencial, con los recuerdos y por tanto con lo real, al igual que sucedía con Boyhood.
Las cápsulas del tiempo de Linklater son constructos que pretenden ser un trocito de vida real (la más probable a lo que pudiera ser). No hay artificio (al igual que en sus películas), no hay trascendencia (al igual que en los no tiempos de sus películas), ni tan siquiera hay intención dogmática (la trivialidad de los momentos escogidos en sus films imposibilita el establecimiento de principios universales sobre la temporalidad intrascendente del ser humano). Linklater crea una cápsula del tiempo, esta vez, para llenarla de ese algo que todos queremos de forma inmutable, generación tras generación: ser capaz de reconocer la emoción que subyace a cada instante de vida, por muy insignificante que este pueda parecer a priori. Esa es la magia del cine de Linklater, la que propone como estilo de vida atesorar emociones.
Lo mejor: la capacidad de Linklater de desvelar la magia que subyace en los no tiempos.
Lo peor: que las comparaciones (inevitables y lógicas) con Movida del 76 evitará apreciarla en su justa medida.
Por Cristina Aparicio
@Crisstiapa
