Recuerdo salir de Boyhood (Momentos de una vida) (Boyhood, 2014) en completo silencio a la vez que mi acompañante preguntaba qué me había parecido. Me recuerdo a mi misma, sorprendida al contestar «no lo sé», aunque sólo con el paso de los días me haría comprender esa tibia reacción: la película había dejado en mí un poso extraño y ocupaba muchos de mis pensamientos. Se estaba haciendo grande. Boyhood era un espejo en el que me veía incómodamente reflejada; el espejo de lo cotidiano. «Sólo una sucesión de hitos», dice el personaje de Patricia Arquette que añade, amarga y lúcida: «pensaba que habría más«.
Esta anécdota personal sobre mi reacción ante la que, sin duda, considero la masterpiece de Richard Linklater, sobrevuela el visionado del magnífico documental Los sueños de Linklater (Richard Linklater: Dream is Destiny, 2016). Y es que el principal valor de este trabajo, dirigido y producido por Louis Black y Karen Bernstein, no reside en mostrarnos la sucesión de hitos («la vida», según el personaje de Arquette en Boyhood) ya conocidos en la carrera del director, sino en la generosa participación de éste en todo el film, dejándonos vislumbrar dónde está el origen de su cine a través de perlas incrustadas en las divertidas conversaciones con Black, cofundador del Austin Chronicle. Es decir, a la manera Linklater.
Sin querer desvelar nada del documental, que recomendaría especialmente para los iniciados en la obra del director americano, sorprende la absoluta determinación de un jovencísimo Linklater -ante la perplejidad de los que le rodean- en llevar a la práctica un sueño tan alejado de su entorno. Lo confirma Julie Delpy, no sin cierta sorna, cuando comenta que a pesar de su trilogía sobre el amor, Linklater es, ante todo, un hombre práctico; un hombre determinado a cumplir su sueño. De ahí que no pueda haber un título más ajustado.
En contraposición a la grandilocuencia de algunos anhelos, el largometraje también se sumerge en esa relación de difícil encaje de su cine con los grandes estudios. Una relación de amor-odio que comienza tras el éxito de su película Slaker (Slaker, 1990), hecha bajo el amparo de sus más estrechos colaboradores de Austin y con muy pocos medios; una película mayoritariamente artesanal que el autor dirige, escribe y donde también actúa. Los estudios entonces se fijan en él, atisban una voz nueva y le encargan Movida del 76 (Dazed y confused, 1993) que, al igual que pasaría después con otros filmes «de encargo”, no obtendría los resultados esperados. Esa sensación agridulce la define con una ironía genial el propio protagonista: es como si te invitan a un sitio al que no quieres pertenecer y, una vez que ya estás allí, te invitan a irte.
La determinación del autor volviendo a casa, a Austin, con sus colaboradores de siempre, es algo en lo que el documental de Black y Bernstein incide especialmente. Un asunto que el intolerante Hollywood no termina de creer y aceptar. Linklater sigue empeñado en su idea, en su sueño, en hacer las películas en las que cree; trabajos tan personales y creativos como Waking Life (2001), A Scanner Darkly (Una mirada a la oscuridad) (A Scanner Darkly, 2006) o la delicada trilogía Before Sunrise, Sunset o Midnight. Son estas disruptivas señas de identidad parte del valor del documental, pues descubre muchas cosas sobre qué hay tras el cine de Linklater. A esto ayudan muchos de sus actores habituales, productores, otros realizadores, pero, entre pepsis y cine, cine y pepsis, es él especialmente quien ayuda a descifrar su propio cine. Como el que no quiere la cosa, entre lo cotidiano.
Y pensar que el tren a Viena de Before Sunrise iba a ser un tren a San Antonio… Europa no te lo perdonará, Richard Linklater.