Cuando se habla de la universalidad de la novela más vendida de todos los tiempos, El Quijote, siempre se recuerda que fueron los británicos los que lo recuperaron en el siglo XIX, analizando su trascendencia más allá de lo propiamente literario. Anglosajones elevando a los altares literatura hispana. No es de extrañar entonces que la mejor adaptación al cine de una de las obras más representadas de todos los tiempos, Macbeth, la realizará un japonés. Este japonés no es un cualquiera, hablamos de Akira Kurosawa, un oriental que rodaba como un americano, y adaptaba literatura europea a la tradición nipona.
Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957) llega en un momento especialmente creativo del “Emperador”, tras rodar Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), justo antes de presentar La fortaleza escondida (Kakushi Toride no San-Akunin, 1958). Con ambos filmes comparte elementos comunes: la adaptación de la historia al Japón medieval, con un dinamismo en la cámara y en el desarrollo de la narración magistrales, alejado del hieratismo propio del cine oriental, apoyándose en un Toshiro Mifune en estado de gracia, creando secuencias y escenas imperecederas y, sobre todo, respetando el espíritu humanista de la obra del genio shakesperiano, y trasladando su obra al lugar en el que se encuentra la adaptada: la eternidad.
Con secuencias tan potentes como el primer encuentro del general Washizu con las brujas que le auguraran un futuro reinado que será derribado, los diálogos cargados de reproches y ambición con la poderosa “Lady Macbeth” y su mítico final, asaetado como un San Sebastián, acorralado por sus propios miedos y corruptelas, en un potente ejercicio interpretativo del siempre genial Mifune, Trono de sangre es una de las películas más celebradas de su autor y de toda una nación.
Una película imprescindible de una obra inmortal, cargada de un discurso atemporal y existencialista, en el que las pasiones humanas son reflejadas en toda su bajeza.
Por Javier Martín Corral
@Jatovader
