Siguiendo las directrices del musical clásico y, con lo que parece ser un homenaje consciente y descarado (en el mejor sentido de la palabra), el joven director Damien Chazelle (Rhode Island, Estados Unidos, 1985) vuelve al candelero después de que Whiplash (2014), su segundo trabajo tras Guy and Madeline on a Park Bench (2009), se ganase la admiración de todo el planeta cine gracias a una atrevida, fresca y rítmica propuesta. Ahora, con La La Land (nos vamos a ahorrar eso de La ciudad de las estrellas), da la impresión de que podría pasar a la historia como otra de esas películas multipremiadas después de verla arrasar como un tornado en los Globos de Oro. Y, en parte, con toda la razón…
El film, que obnubiló a medio mundo a raíz de su estreno en el pasado Festival de Cine de Cannes, no es sino un compendio de momentos musicales cuyo motor es la historia de amor entre Ryan Gosling y Emma Stone, un pianista de jazz y una actriz que parecen no encontrar su lugar en el mundo, más concretamente en la ciudad de Los Ángeles de nuestros días. Para recrearse en sus vidas y en el posterior encuentro, Chazelle «limpia» la metrópolis estadounidense a la que parece querer disfrazar de otro tiempo, dejando sólo a nuestra vista el glamour de los estudios de cine y los clubes musicales (algo que a algunos les podrá parecer de lo más artificial y tramposo). En realidad, todo se transforma en un escenario para que los dos protagonistas den rienda suelta a sus aspiraciones, sueños y al amor que creen haber encontrado, al ritmo de la magistral banda sonora de Justin Hurwitz y las coreografías, no tan buenas como la música, de Mandy Moore.
Es precisamente en este punto donde La La Land nos conquista y emociona. La partitura que conduce la película es la sólida base y el verdadero filón de un film que no transgrede en casi ningún momento (aunque se agradecen detalles como el final del tema A Lovely Night, donde suena un móvil que interrumpe el embriagador instante y nos recuerda de manera crítica en qué época vivimos) y que construye sus cimientos sobre los legados de artistas como Gene Kelly, Fred Astaire, Ginger Rogers y películas como Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) o Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953), consiguiendo alejarse, suponemos que muy conscientemente, de musicales más disruptivos y, para algunos, más trascendentes como Moulin Rouge (2001) o, por qué no, Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000).
Nada puede recriminarse a la imponente puesta en escena del film de Chazelle y es por esta razón por la que es posible conectar con su luminosa película. Una amplísima gama de colores, estudiados y utilizados con gran inteligencia, protagoniza junto a Stone y a Gosling cada uno de los planos de la película, cuyos movimientos de cámara le otorgan una extraordinaria fuerza adicional. De esta manera, y sin olvidar su espectacular y multitudinario número inicial, evidente declaración de intenciones, el guion de La La Land nos sumerge sin mucho esfuerzo en su historia que es, en realidad, de lo más convencional. Es posible que algunos de sus clichés, que los tiene, nos desconecten por momentos de la enérgica dinámica del film, pero es cierto que esos instantes duran el tiempo justo como para que nuestro recuerdo permanezca intacto ante este divertimento de loables formas y bienintencionado fondo.
Tan importantes son sus virtudes como lo son las aptitudes de los dos actores protagonistas que, además, poseen una química que está fuera de toda duda ya que se conocen bastante bien tras haber trabajado juntos en Crazy, Stupid, Love (2011) y la infame Gangster Squad (2013). Por un lado, Ryan Gosling, cuyo atractivo físico, lejos de la contundencia de otros de su generación, y su gran capacidad para transmitir sensaciones con un registro expresivo no demasiado amplio, le han ayudado a labrarse una carrera que a sus 36 años se encuentra absolutamente consolidada. En La La Land vuelve a cumplir con creces su cometido, aunque se vislumbren carencias en lo que al baile y al canto respecta, facetas que no parecen su fuerte pero que tampoco estropean el conjunto. Por su parte, Emma Stone, que lleva el peso de la película, demuestra por qué es una de las actrices más valoradas del momento. Su meteórico ascenso al Olimpo de Hollywood (este año hizo doblete con Woody Allen) tiene dos razones principales: talento y un físico realmente peculiar. Sus enormes ojos, objetivo de diversas bromas que ella se encarga de provocar con una actitud irreverente y divertida en muchos eventos, cara de no haber roto un plato, y una gran versatilidad artística la han situado por encima de muchas otras actrices y, muy posiblemente, este papel pueda valer un Oscar.
No cabe duda de que La La Land es una película altamente disfrutable, por ello resulta muy recomendable. Es imposible no empatizar con su historia y, sobre todo, con la partitura y sus ritmos orquestales, toda una retrospectiva de aquellos musicales que conquistaron nuestros corazones hace años. Otra cosa es que se trate de un trabajo que se encuentre muy por encima del resto de producciones de la temporada, afirmación que se antojaría injusta y poco objetiva. Su valor cinematográfico está fuera de toda duda, pero su impacto no se encuentra en el guion, que no tiene nada de explosivo, sino en sus posibilidades como obra de género, donde sí nada con agilidad y soltura. Su tramo final, fabuloso, resume su propia grandeza en menos de diez minutos gracias a un despliegue visual de categoría, instantes en los cuales Chazelle emplea todo su talento, su sentido del ritmo y nos deslumbra con la luz del pentagrama, verdadero color del musical.
Lo mejor: su banda sonora, un trabajo para la historia.
Lo peor: algunos clichés y un ligero bajón en el segundo acto.