Isabel Coixet hace tiempo que se convirtió en un referente casi indispensable de nuestro cine, en una directora cuya característica principal ha sido dar al público lo que ella quería darle, sin reparar en si los mundos en los que coloca a esos personajes tan dispersos y tan personales serán o no del agrado de aquellos que se adentren en su trabajo. Pero esas virtudes de las que tanto podía presumir en el pasado han ido mermando hasta convertirla en una artista casi sin arte. Los tropiezos cinematográficos de Coixet parece que se están convirtiendo en una costumbre y sus últimos largometrajes apenas rozan un aprobado si el que puntúa se encuentra (muy) generoso. Hacer películas tan grandilocuentes no es tarea fácil, y Coixet ha agotado todos sus recursos sin darse apenas cuenta de ello.
Nadie quiere la noche es, de nuevo, un ejemplo del rumbo que está tomando el cine de quien, hace no demasiado tiempo, era una directora capaz de poner la piel de gallina a cualquier espectador con el corazón congelado. Es tan fría como la historia que cuenta y que pretende hacer pasar por indispensable, aunque la intención de provocar un sentimiento dramático en el espectador apenas se esconda. A pesar de que lo que transcurre en la película no da en ningún momento una pista de hacia dónde quiere llegar, el invierno polar de Isabel Coixet resulta tedioso y sin apenas sentido. Su manera de jugar al despiste para que el público se pierda una y otra vez y se pregunte por qué está perdiendo un valioso tiempo que podría invertir en cualquier otra tarea más gratificante, hace de esta noche helada una película innecesaria y sin ningún carácter, tan falta de intensidad que muchas secuencias que podrían entenderse como imprescindibles resultan absurdas.
Sin embargo, hay un solo aspecto en Nadie quiere la noche que merece la pena destacar y, sobre todo, alabar. Juliette Binoche es una dama de la interpretación cuyo gran poder es un talento desmesurado para dar el temperamento necesario a un personaje que, en el cuerpo de otra actriz, habría resultado cargante y tremendamente molesto. La imagen de Binoche caminando por un mar helado ataviada con un vaporoso y probablemente incómodo vestido, nada apropiado para el Polo Norte, es lo más curioso y bello que se puede encontrar en Nadie quiere la noche. Pero son los estereotipos lo que más sobresale en el resto de personajes: el hombre rudo y fuerte que guía a una mujer desesperada por reunirse con su marido, la joven esquimal que se arma de paciencia y sabiduría para que esa mujer no caiga en la locura que provoca la tundra helada… No busquen una sorpresa, no la van a encontrar, porque a Isabel Coixet se le ha olvidado incluir el factor emocionante en este largometraje.
No se puede estigmatizar a un director por una mala caída cinematográfica que no vio venir. Que se manifieste aquel artista que hizo todo su trabajo a la perfección sin recibir ninguna crítica negativa. Resulta improbable encontrar el cineasta perfecto. Sin embargo, cuando comienza a convertirse en un hábito abusar de los tropiezos, hace falta una reflexión interior y una búsqueda de un camino nuevo. Isabel Coixet ha intentado encontrar ese rumbo diferente y, por el momento, no ha logrado dar con él. Nadie quiere la noche no es un castigo, ni siquiera se acerca a la vergüenza ajena que podría provocar la falta de emoción y de empatía que produce la película, pero la constante obligación de experimentar algún tipo de conmoción es, sin ninguna duda, lo que hace de esta cinta una prueba por la que es mejor no pasar.
Lo mejor: Juliette Binoche hace de su personaje una mujer a la que realmente hay que prestar atención.
Lo peor: es una película insípida carente de interés.
Por Sheila López del Río
@_Volvoreta
