En 2013 James Wan pulía las formas de su película Insidious (2010) para dar a luz la primera entrega de Expediente Warren (The Conjuring, 2013), una versión mejorada de las andanzas del inquietante demonio a través de la historia -supuestamente real- de una familia a la que el espíritu de una bruja con cara de pocos amigos decidía molestar hasta la desesperación. Si Insidious supuso un paso adelante en la trayectoria del director en lo que al género de terror se refiere, las desventuras paranormales del matrimonio Warren –y una secuela– llevaron al realizador malayo a perfeccionar un estilo efectista pero innegablemente funcional. Aquel éxito -y ya hoy el de cualquier saga en Hollywood- desembocó en la idea de que el público podría querer saber más de los personajes perpendiculares que aparecían en las dos entregas Warren, concluyendo la iniciativa en tres spin off: Annabelle (2014), Annabelle: Creation (2017) y, ahora, La monja (The Nun, 2018).
De entidad diferente, los dos trabajos que detallaban las idas y venidas de la muñeca Annabelle resultaron divertimentos de distinto calado. Si bien la primera entrega se movía en el terreno de la mediocridad argumental más exasperante, Creation, dirigida por un interesante director como David F. Sandberg, se acercaba con más acierto al lenguaje del propio James Wan: construcción de atmósferas malsanas, personajes perturbadores y un uso equilibrado del sobresalto como leit motiv. Posiblemente, todo lo contrario ocurre en La monja, el tercer acercamiento al universo Warren que apunta y suena a canto del cisne, pues su colección de golpes de efecto parece ser el único aliciente ante la ineptitud de un guion ramplón que transcurre entre escenarios de cartón piedra y algunas de las peores y menos creíbles interpretaciones de la temporada. Quizá, este detalle crucial para que el cuento avance hacia delante, no sea tanto culpa de su casting como del dibujo de personajes, retratos de un trazo grueso que parece extenderse a todos los aspectos del largometraje.
Nada en la película que ha dirigido Corin Hardy aspira a ser novedoso. Existe una preocupante condescendencia durante los 96 minutos que convierte a La monja en un film previsible que usa los tópicos del género de la peor manera posible. Sólo la aparición de la bienintencionada Taissa Farmiga (la novicia destinada a poner orden en la abadía maldita) dulcifica una puesta en escena artificial y a ratos inverosímil que recuerda más al atrezo del tren de la bruja de cualquier parque de atracciones que a una producción que necesita de los espacios para nutrir la historia que pretende relatar. Principio y final se encuentran unidos por la misma pobreza de ideas y la monja puñetera, supuesto epicentro del mal más aterrrador, es, en realidad, una excusa para meter con calzador la atronadora música de Abel Korzeniowski y dar rienda suelta a un departamento de efectos especiales con más becarios que expertos, creadores, entre otros trucos de dudoso mérito, de un clímax final a la altura del anterior cúmulo de despropósitos.
¿Oportunidad perdida o final de un universo que parece tener crédito cero? Juzguen ustedes mismos, pues el terror se agarra con fuerza a la subjetividad más profunda. Pero no se dejen engañar, las cosas pueden hacerse mucho mejor.
Lo mejor: La voluntad de Taissa Farmiga (hermana de).
Lo peor: Es vulgar e irritantemente ruidosa. Hace malos los clichés del género.
Por Javier G. Godoy
@blogredrum
