No es fácil enfrentarse a los clásicos. La factoría Disney es única en resquebrajar la literatura y enseñar al mundo su particular versión de la fábula de turno. Desde «Blancanieves»en 1937, pasando por «Mary Poppins», como atestigua la actual «Saving Mr Banks» –donde hablan de los cambios que el bueno de Walt impuso para la versión cinematográfica- hasta llegar a 1991, año en que estrenó su perspectiva del cuento de hadas «La Bella y la Bestia»-del que sigue habiendo dudas sobre el verdadero autor-. Hace ya más de veinte años que todos asimilamos que Bella era hija única y que su maravilloso vestido era amarillo (la fábrica de sueños atribuye una tonalidad a cada una de sus princesas). Ante semejante producción, con sus innovaciones tecnológicas y su espectacular banda sonora ¿Quién se encararía a un gigante ya instaurado en el universo cultural contemporáneo? Pues el cine mismo.
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El celuloide no se libra de modas, y durante los tres últimos años se han revisionado los cuentos populares con personas de carne y hueso, prescindiendo de los dibujos y optando mejor por el star system y el atractivo visual. A esta ola el cine galo ha entrado compitiendo a lo grande, y he aquí la nueva versión del famoso romance. Será muy engorroso para nosotros los espectadores prescindir de Lumiere, Din Don o de canciones bulliciosas. Venga, aunque sea por un rato, probemos.
La película se presenta con toda la artificiosidad que merece: criaturas mágicas, banquetes desmesurados, manjares apetitosos, bosques tenebrosos, fauna y flora exuberantes, todo esbozado bajo una dirección de fotografía que embellece hasta el rincón más pequeño del castillo encantado.
El preámbulo es más cercano al relato literario: Bella es la pequeña de seis hermanos, tres chicas y tres chicos, hijos de un comerciante viudo. Por culpa de un funesto percance en el bosque, este hombre pierde a su niña favorita, y ya todos sabemos cómo prosigue.
¿Quién podía interpretar a la valiente y hermosa hijita, y que a la vez esté en auge para impulsar el título? Léa Seydoux. «La vida de Adèle« ya queda lejos, polémicas y tintes azules incluidos. Las redondas facciones de la actriz están muy acertadas para personificar esa aura dulce, inocente y carismática. Su mirada embaucadora aumenta el atractivo de Bella. Los corsés, los volantes y las joyas recargadas ultimarán los detalles.
A cualquiera que haya seguido la trayectoria de Vincent Cassel le llamará la atención que ahora asuma un rol de príncipe. Él, que siempre se ha vestido de villano y de seres antipáticos. Ahora ataviado con ropajes de época, se le percibe como un soberano intrigante.
Entre los secundarios, André Dussolier queda perfecto siendo el padre de la joven. Eduardo Noriega queda presentable dentro de un personaje llamado Perducas –el equivalente a Gastón-, y pese a estar doblado, dentro de esta exagerada trama no despunta mucho.
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Precisamente porque es un cuento, tanto efectismo no desentona. Para ver una película así hay que ir predispuesto a dejarse hechizar por su estela barroca y su naturaleza hiperbólica y colorida –muy matizada, en tonos pastel- . No podía ser de otra nacionalidad. Hay mucho preciosismo del que los franceses son tan fans: el estilo grandilocuente y los aires kitsch son muy apropiados.
Dudosa es categorizarla para todos los públicos. La escenas que relatan la vida “preconversion” del príncipe exhalan mucha ferocidad intrínseca, algo que viene del texto original (y que es muy antagónico al “way of life” de Disneylandia). Aparte, los generosos escotes de la actriz pronostican que la cinta va para espectadores adultos. También hay criaturas mágicas, unos perritos adorables que habitan el amplio palacio, aunque se perciben como una floritura más, al igual que los ribetes dorados, los rosales o los espejos hechizados.
Aparte, la moraleja inherente a la historia -ya saben, “la belleza está en el interior”- se queda encubierta entre tanto ornamento y pomposidad: mucha exquisitez y primor para una enseñanza tan franca. De todos modos, para aleccionar ya estaba Disney, así que con esta toca deleitarse.
Lo Mejor: su carácter tan abigarrado, perfecto para la narrativa visual.
Lo Peor: falta un poco más de química entre Seydoux y Cassel.
Por María Aller