Confieso que nunca he leído una novela de la franquicia escrita por el millonario Dan Brown y protagonizada por el profesor de simbología Robert Langdon. No me atrae, de primeras, leer esas novelas que ocupan las primeras posiciones de ventas en los rankings de las librerías de aeropuerto, pero me he acercado al universo Brown-Langdon en las dos anteriores entregas cinematográficas rodadas por, el siempre correcto, Ron Howard. La primera, adaptación del superéxito El código Da Vinci, me entretuvo; estas historias con acertijos y giros siempre enganchan y era la presentación del Profesor Langdon, una suerte de Indiana Jones de oficina, que poseía todos los conocimientos de una biblioteca en su cabeza y que pondría toda su astucia para evitar que grandes conspiraciones acaben con el mundo tal como lo conocemos. La segunda entrega, Ángeles y demonios, me pareció que seguía la formula pero aumentaba en pretensiones, perdiendo frescura y entretenimiento. En Inferno, la tercera entrega de la saga, cambia la premisa, ya que nos encontramos a un Langdon (Tom Hanks) amnésico e ingresado en un hospital donde acaba de ser trasladado tras sufrir un intento de asesinato. El héroe, pues, ha perdido su mayor poder: la memoria. Con la ayuda de una enfermera (Felicity Jones) escapará a varios intentos de acabar con su vida e intentará detener una conspiración organizada por un un millonario (Ben Foster) que se ha propuesto propagar un virus que acabará con la mitad de la población mundial y, acabar así, con uno de los problemas más importantes a los que nos enfrentaremos: la superpoblación.
Ron Howard tiene mucho oficio y ha hecho de la franquicia algo suyo, se advierte un esfuerzo más que loable por entretener y mantener el misterio, sabe a quién va dirigida la película y es en parte consciente del fin último de la cinta, que no es otro que el de vender entradas. Las localizaciones son una parte importantísima en producción, en Inferno nos embarcamos en una persecución contrarreloj por Florencia, Venecia o Estambul. Por su parte, el reparto reúne a varios actores internacionales, como el francés Omar Sy y el actor de origen indio Irrfan Khan, con idea de ampliar el espectro y llegar a mayor número de audiencias.
Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos del director por mantener la atención y el ritmo vertiginoso, hay algo que falla; la sensación de deja vu o lo previsible de ciertos giros metidos con calzador, provocan la aparición de falta de interés según avanza el metraje hacia ese esperado final. Y es que en esta tercera entrega sucede lo mismo que en el resto de la saga: la absoluta falta de carisma del protagonista (a Tom Hanks no le ajusta bien el traje de Langdon) tiñe de gris al personaje, es tristón y aburrido, despertando definitivamente hacia él una preocupante falta de empatía. Hanks está más para otro tipo de historias, como las que le brinda su amigo Spielberg o Clint Eastwood, con el que lo esperamos a ver en Sully. Le falta la gracia canalla de un Harrison Ford magnífico en las primeras entregas de Indiana Jones, o esa irónica socarronería que pudiera tener alguien como Sean Connery.
Supongo que venderán muchas entradas y habrán logrado su objetivo, pero hay algo de tedio y de formula agotada (si es que en algún momento estuvo en plena forma) en esta entrega. Entretiene, pero no puedes evitar el pensamiento de ya haber visto lo que te están contando, y cuando se encienden las luces de la sala de lo único que te acuerdas es de cierto arqueólogo con sombrero y látigo mucho más divertido y granuja.
Lo mejor: su ritmo, que intenta disimular la falta de frescura.
Lo mejor: lo predecible del conjunto.