Pasado ya el ecuador del festival, nos encontramos con dos obras que, aunque aparentemente se encuentran en lugares opuestos, comparten en su espíritu de tránsito la inquietud de perderse como filosofía para explorar la esencia de sus seres.
Programadas en la sección especial Me, dedicada al cine del yo, donde se revisitan piezas como Birth/Mother (2006) de Naomi Kawase o Sherman’s March (1986) de Ross McElwee, Father and Son (Ojciec i syn, 2013) de Pawel Lozinski y Father and Son on a Journey (Ojciec i syn w podrózy, 2013) de Marcel Lozinski, es un peculiar dueto de películas surgidas de una experiencia compartida. En su viaje conjunto por Europa, los dos cineastas, padre e hijo, buscan una conexión emocional tras años de desencuentros, donde la filmación de las conversaciones que mantienen les sirve tanto como catalizador de su terapia como de testigo de ella. La naturalidad con la que esta suerte de road movie discurre a través de los múltiples instantes que marcan el desarrollo emocional de la relación paternofilial de los protagonistas parte de un sentido de la sencillez con el que los documentalistas polacos consiguen circular dentro de su universo personal y profundizar dentro de unos límites sin llegar a resultar reiterativos. El viaje consigue así avanzar de forma fluida y muy directa.
Este proyecto cinematográfico impulsado por Pawel Lozinski es el resultado de una disociación de películas tras ciertos desencuentros entre padre e hijo en la sala de montaje y la decisión del primero de realizar su propio corte. Mientras que la obra de Pawel se articula de manera más directa y busca una inmediatez emocional en tiempo presente, la de su padre tiene una orientación más idealista en la búsqueda de una comunión familiar. Ambas obras no ofrecen perspectivas muy diferentes en relación a la experiencia filmada, utilizando de hecho muchas secuencias idénticas, sino que más bien aportan una lectura distinta de las implicaciones de su encuentro vital en la carretera. Uno de los elementos que diferencian al universo íntimo de ambos cineastas es el uso de la imagen de archivo como vía de introspección en momentos en los que el recorrido vital de los protagonistas necesita pasar por la memoria familiar, para encontrar un equilibrio.
Adentrándose en el entramado subterráneo de la urbe contemporánea, La ciudad oculta (2018), a competición oficial de largometrajes, plantea una exploración inmersiva y sensorial al encuentro de la vida que existe en las oscuridades del subsuelo. El director español Víctor Moreno atraviesa los espacios laberínticos de este universo fijando su atención en las partículas elementales que marcan el latido de una realidad paralela fuera del imaginario colectivo. El documental tiene gran éxito en encapsular la energía inmanente a través de la cual se canaliza una curiosidad que empuja hacia adelante el juego formal en un recorrido que parece ser infinito. La no imposición de límites en cuanto a la capacidad de representación de este universo, lleva en muchas ocasiones a que el discurrir de esta exploración se introduzca en terrenos que quedan fuera de este imaginario de lo desconocido, en el que el filme parece en principio encaminado a desenvolverse en todo momento.
Tras su extraordinaria secuencia inicial, donde se conjugan un fluir visual progresivo desde la nada hasta el todo y un espacio temporal suficientemente dilatado como para absorber la mirada del espectador hacia su interior, la obra se precipita hacia una ubicación referencial donde los elementos del imaginario común urbano resultan demasiado transparentes. La película regresa frecuentemente al territorio de lo desconocido para desplegar en él un interesantísimo juego sensorial, que tal vez tendría más entereza si no fuera por la inestable relación con ese imaginario común y exterior que impide al documental constituir de una manera plena y sólida un estado de inmersión en este entramado abismal. A esto contribuye también que la mirada de la película se fije en acciones concretas de personajes identificables, rellenando así con su movimiento imágenes que en condiciones de mayor vacuidad dejarían menos espacio a las disrupciones temporales. La conexión con lo humano sería más intensa si emanara de forma más natural desde un espacio del que se desprende una fría latencia. En ese sentido el dinamismo formal de la película acaba siendo un obstáculo para la contemplación en la que la potencial profundización conceptual se debería basar.
Si viajar implica un movimiento continuo hacia adelante, es esencial que esa trayectoria sea vivida sin volver a los puntos ya superados y sin desviarse hacia territorios ajenos al caminar fílmico de la obra, desplegándose así en un presente en el que cada uno de los múltiples y diversos pasos siga al anterior y se proyecte hacia el posterior.
Por Martí Soler Arce y Marc Pedrós
