En el primer domingo del festival descubrimos tres películas que rastrean por debajo los territorios de lo evidente la búsqueda de realidades ocultas que palpitan en su interior. Con esta intención se presenta en First Appearances Diagnosis (Diagnoza, 2018). La cineasta polaca Ewa Podgórska se introduce en varias sesiones de psicoanálisis inspiradas en métodos teóricos que indagan en la exploración de la humana en relación al urbanismo de la ciudad donde viven sus pacientes. Al romper el transcurso de las terapias mediante unas secuencias de orientación ilustrativa e introducir un dramatismo de tintes sensacionalistas, la obra acaba por traicionar el sentido más trascendente de los personajes abriéndose a cámara y reduciendo sus confesiones traumáticas a simples historias personales. Al mismo tiempo esta naturaleza anecdótica impide que se desplieguen los aspectos más sensoriales de la película, que le aportarían una plenitud reflexiva y poética si se hubiesen trabajado de una manera coherente con las premisas planteadas en su génesis fundadora. La película añade a su dispersa amalgama formal numerosos fragmentos en los que una potencialmente rica e interesante disección visual de las líneas urbanas de la ciudad, nunca llega a hacer despegar una posible película de altas cotas ensayísticas y, además, acaba obstruyendo otra película más centrada en su retrato psicológico más individual. Ante este danza de aproximaciones formales la película debería plantearse si realmente consigue acceder a las capas subterráneas de una psicología contemporánea interconectada a la cosmología arquitectónica de lo urbano.
Desde el terreno del cine etnográfico, Stones Have Laws (Dee sitonu a weti, 2018), el primer largometraje neerlandés a competición, va en busca de una energía espiritual que conecta todos los elementos naturales que conforman el universo de Suriname, ex-colonia holandesa situada en Sudamérica, con su población nativa. La obra intenta conseguir esta comunión mediante una imagen de este universo geográfico y biológico, que repite de forma redundante motivos de los que no consigue emanar la significación espiritual que debería resultar de la experiencia del visionado del film. Esto se debe a que la mirada de Van Brummelen & De Haan, más que ser la continuación de una tradición compartida e interiorizada, parte de una fascinación casi fetichista hacia una cosmología con la que los realizadores no han conseguido conectar. Es muy representativo en este sentido que aquellas secuencias en las que se intenta hacer surgir una mitología compartida en la cotidianidad del colectivo, no consigan llegar más allá de la distancia protocolaria con la que cualquier extraño observaría el discurrir de su día a día. Algo que a su vez, marca un lenguaje cinematográfico basado en bloques estancados y en una falta de organicidad, en la que los diferentes personajes no son más que piezas simbólicas utilizadas al servicio de una visión estereotipada. En esta línea es significativo que la película presente en sus créditos iniciales una anotación que aclara que la gente que aparece hace un trabajo performativo. ¿Hasta qué punto la búsqueda de la trascendencia y de la magia oculta en estos parajes beneficia a la película partiendo de un tratamiento tan banal y tópico? Tanto es así que al final del documental los mismos realizadores necesitan explicitar, a través de una cámara que pasa inadvertida, que su obra y sus intenciones están aceptadas en la comunidad.
Delante de la aproximación opaca y superficial de ambas obras anteriores, American Dharma (2018) explora de forma más concreta y directa el universo que representa la figura de Steve Bannon, la persona que hizo de la campaña electoral de Donald Trump un éxito. Después de haber entrevistado a diversas figuras clave de la política norteamericana a lo largo de su filmografía, como Robert McNamara o Donald Rumsfeld, Errol Morris se sienta esta vez con Steve Bannon, en un proyecto que le resulta especialmente comprometido y que le requiere un esfuerzo emocional extraordinario. Con esto tiene que ver el hecho de que, como no es habitual en su filmografía, Morris se sitúe físicamente en el mismo espacio escénico que su entrevistado, rompiendo la distancia que suele marcar con sus personajes y convirtiendo su última película en un cara a cara con Bannon, con el que además dialoga recurrentemente en su afán de apelar a su imaginario de una forma más cercana. Esta exploración de su personaje también se desarrolla a lo largo del metraje en relación a los referentes cinematográficos del periodista de Breitbart, los cuales le sirven al director no solamente para trazar una visión panorámica de los múltiples alcances de la cosmología ideológica de Bannon sino también para establecer un marco de referencia compartido, dentro del cual resulte más directo para ambos participantes el acceso y la comprensión mutua y al fin y al cabo, la fluidez de su diálogo. Errol Morris adopta una actitud respetuosa con su entrevistado, por más que le resulte una figura incómoda ante la cual le resultaría mucho más fácil adoptar un posicionamiento de confrontación directa y frívola. En oposición a esto el veterano documentalista comparte muy honestamente con Bannon y también con su público sus preocupaciones y miedos interiores lo cual no implica que el documentalista entregue la obra a su antítesis. En realidad, las interpelaciones de Morris a su protagonista son puntuales pero suficientemente precisas como para introducirse en las lagunas del discurso de este, e incluso los momentos en que el realizador manifiesta una aparente debilidad dejan un espacio abierto en el que el mismo Bannon acaba evidenciando sus propias inseguridades. Además, el uso del material de archivo periodístico adquiere en la película un valor aclaratorio e incluso definitivo ante las distintas ideas que se sugieren en la propia entrevista, constituyendo un riquísimo discurso abundante en conexiones reflexivas.
Desde la transparencia y la sencillez, American Dharma alcanza un nivel profundo de indagación en la figura de Steve Bannon. En definitiva, en la jornada de hoy vemos que las exploraciones en los espacios recónditos de lo real tienen implicaciones que van más allá del planteamiento formal inicial. ¿Es posible entonces que la búsqueda de una verdad cinematográfica más allá de las apariencias se vea lastrada por preconcepciones intelectuales que asumen que es posible llegar a lo trascendente sin conectar con el mundo físico y orgánico?