Cuando conocí a Tarantino yo era apenas un preadolescente impresionable que venía de curtirse en una dimensión en la que había mucha tele y algo de cine, y casi siempre los mismos géneros: acción, humor y, quizá, algo de intriga. Ya saben, El equipo A, MacGyver, El coche fantástico, y toda esa alineación ochentera que tenía mucho de fábula, poco de realidad y nada de seria. Y entonces llegó Pulp Fiction (1994). Porque sí, la mayoría conocemos a Tarantino a través de las andanzas de Vincent Vega y Jules, de Mia Wallace, del Tarado y del señor Lobo, en el que sería uno de los grandes clásicos de los 90 y probablemente punto de inflexión en la forma de narrar que iba a imperar en el futuro.
Desde entonces el magnifico Quentin ha ido enlazando producciones que siempre estaban precedidas del ruido habitual de cuando uno de los grandes vuelve a las salas. Érase una vez en Hollywood (Once upon a tiene in Hollywood, 2019) viene precedida por varios factores que la hacen uno de los estrenos del año: contar en pantalla con los dos actores más relevantes del panorama cinematográfico, ser (inicialmente) la penúltima película de uno de los mayores genios que ha dado el cine, que esta sea la primera producción en la que no participa Harvey Weinstein, y saber que el guion del ultraviolento Tarantino cuenta los asesinatos de la familia Manson.
El resultado no defrauda, aunque no queda más remedio que matizar un poco cuáles eran las perspectivas para saber si satisface nuestras ambiciones. El argumento es sencillo: una vieja gloria de la televisión y su doble en las escenas de acción recorren la ciudad de papelito en papelito, atravesando con sus sucesos la realidad de Hollywood durante el verano del Amor. Mordaz como siempre, con esos largos diálogos entre lo surrealista y lo cotidiano, y con una fijación insana por los detalles, sí podemos achacar cierta ralentización en el discurso, aproximándose más al tempo de Malditos Bastardos (Inglourious basterds, 2009) que al de Django desencadenado (Django Unchained, 2012), por ejemplo. El elenco cumple con creces: tanto Brad Pitt como Leonardo DiCaprio sostienen con su oficio y su carisma un casting en el que también brillan Al Pacino y Bruce Dern, y se desaprovecha un poco el talento de Margot Robbie dejándole poco espacio para el lucimiento. El montaje es impecable: transiciones llenas de vitalidad, tensión resuelta a base de humor y un final inspirado, que no defraudará a los seguidores de Quentin.
Pero si hay algo que destaca en Erase una vez en Hollywood es el amor y la sensibilidad con la que Tarantino ha ambientado el Hollywood (y su industria) de finales de los 60, en un mundo en transición en el que empezaban a destacar jóvenes como Coppola o Hal Ashby. Un mundo vacío de sentimientos, en el que el fasto y el oropel de los famosos se extinguía ante las ideas de libertad de los hippies. Una crítica feroz sobre cómo el Séptimo Arte no entiende de edades, solo de éxitos y de rentabilidad, un Hollywood en el que el status de estrella lo imponía la zona en la que tenías tu hogar en Los Ángeles. Una ciudad de luz y de impostura capaz de devorar al más fuerte. En este entorno el director y guionista fabula acerca de esta época de neones, fiestas y LSD, edifica la vida de dos perdedores sobre esta base y revienta los códigos al ritmo de (de nuevo) una banda sonora brillante.
Tarantino se divierte jugando con la moral y los tópicos, se burla de los popes de la escena, nos deja un par de escenas incontestables (la visita del “doble” Pitt al poblado hippie, los rodajes de DiCaprio o el final tan celosamente ocultado por la productora), aunque adolece de la falta de grandeza y la rotundidad que llevó al director de Tennessee a ser el más grande de su generación hace ya 25 años.
Lo mejor: La pareja protagonista, el humor dadaísta y la ultraviolencia bien rodada.
Lo peor: Falta chispa en los diálogos y situaciones de las famosas largas secuencias de Tarantino.
