John Hollar (John Krasinski), un aspirante a dibujante de novelas gráficas que vive en New York y que está pasando por un momento de crisis personal, tendrá que regresar a su localidad natal cuando su novia (Anna Kendrick) le avisa de que su madre (Margo Martindale) ha sido hospitalizada. Una vez allí, deberá enfrentar su pasado, los problemas económicos de la familia originados por la mala marcha de la empresa de su dependiente padre (Richard Jenkins), y el reencuentro con su hermano mayor (Sharlto Copley) que no es capaz de superar su divorcio. Esta, en apariencia, común historia ha elegido John Krasinski como su segundo film como director (también protagoniza la función), para trasladarnos al territorio del americano medio, blanco, católico, de costumbres conservadoras, que ha logrado una vida más o menos acomodada a base de trabajar durante años, pero que no ha logrado un acomodo y capacidad económica como para no sentir los vaivenes de la crisis. Esas pequeñas ciudades donde lo que te queda es aceptar el trabajo que consigas para llevar la vida establecida o volar en busca de oportunidades. Lo que implica largos periodos de separación familiar y choque, tanto personal como emocional, al enfrentar la inevitable reunión.
El director nos sumerge en ese microcosmos en el que la figura materna sirve como sostén y cemento para mantener a la familia unida, de ahí, que cuando existe la posibilidad de que ese pilar falte, todo tiembla en la estabilidad familiar. Este cruce entre drama y comedia es manejado de forma ejemplar por Krasinski, jugando en la cuerda floja, apoyándose en unos actores de categoría que, con su buen hacer, no permiten que la historia desemboque en el melodrama. Y ahí radica el gran acierto del film, en la modulación entre la comedia y el drama sin caer en la sensiblería maniquea. Consciente de ello, el director corta rápidamente con cualquier opción sentimentaloide y cursi, para llevarnos hacia un terreno donde prima la comedia, dotando al film de verosimilitud y humanismo. Vemos a gente “real” enfrentando situaciones como mejor pueden, aunque no siempre sea la forma correcta: la madre, que maneja la situación más pensando en los demás que en ella misma; el padre, al que el momento le supera; o el hermano, inválido emocional que no para de comportarse como un niño para mantener el amor de sus hijas. Todo el elenco de actores está soberbio y reman en una misma dirección para contar “esa” historia para terminar convirtiendo la cinta en una delicia en la que ríes y lloras sin sentirte nunca manipulado. Uno siente las emociones por las que van pasando de forma natural, empatizando y observando al ver, por ejemplo, una mera reunión de miembros de la familia, cada uno con sus personalidades y circunstancias, que puede tornarse cómica o dramática.
Los Hollar es una muy buena opción para pasar un buen rato en el cine, porque otro de los grandes aciertos del film es que es tremendamente divertido; y al fin y al cabo, esa es una de las finalidades del séptimo arte, entretener. Como espectador, es muy de agradecer que se trate de una película que no peca de vanidosa ni pretenciosa, que únicamente nos quiere relatar lo que nos muestra, sin manipulaciones ni impostura. El cine se nutre de este tipo de historias que al final se hacen absolutamente esenciales, ya que el espectador medio también necesita que se hable de él, de sus penas, alegrías y dificultades. A veces, resulta imprescindible para el público que paga una entrada verse reflejado en pantalla, muestra evidente de cómo desde una historia tan particular como la nuestra propia se llega a un resultado tan universal.
Lo mejor: las transiciones entre comedia y drama.
Lo peor: que estas cintas independientes no siempre tengan la difusión que merecen.