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Con la muerte en los talones: Al norte por el noroeste

Cary Grant podría haber sido un excelente James Bond, de hecho, George Kaplan podría ser perfectamente el homónimo de 007 en la CIA; la señorita Kendall (Eva Marie Saint) encajaría a la perfección como chica Bond; Vandamme (James Mason) podría haber sido un villano a la altura del mismísimo Goldfinger con su esbirro Leonard (Martin Landau) incluido; e incluso el Monte Rushmore supondría un escenario magnifico en cualesquiera de las películas basadas en las novelas de Ian Fleming.

Pero no, Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) es tres años anterior a Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, 1962) y Cary Grant contaba con 55 años, lo que le hizo plantearse rechazar el proyecto; no obstante, le sobra la clase y el carisma que se necesita para el rol de Kaplan, el agente secreto; y la picardía y el ingenio para el rol de Roger Thornil, el publicista neoyorquino.

En cualquier caso, Con la muerte en los talones es mucho más que una película de espías, es un thriller y hasta un drama; es suspense en estado puro e incluso tiene sus toques de comedia. Hitchcock puso todo su conocimiento técnico en la realización, probablemente sea la más completa de sus obras. En este sentido, su interminable colaboración con el director de fotografía Robert Burks resulta fundamental; de hecho, esta colaboración, que se extiende en doce películas, casi todas en color, realizadas por Hitchcock entre los años 50 y 60, darían como uno de los resultados el Oscar por Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, 1955), resultando igualmente determinante en su original utilización del color en Vértigo, de entre los muertos (Vertigo, 1958).

Y es que Hitchcock cuidaba hasta el más mínimo detalle: desde los títulos de crédito obra del diseñador gráfico Saul Bass, que había trabajado con directores de la talla de Otto Preminger, Billy Wilder, Stanley Kubrick o Martin Scorsese durante cuarenta años, hasta una música a cargo de Bernard Herrmann que transmite el ritmo y el suspense a partes iguales, excepto cuando el suspense lo transmite el más absoluto de los silencios.

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© Metro-Goldwyn-Mayer

Pero, como siempre, no hubo detalle más cuidadosamente elegido por parte del director inglés que la protagonista. Eve Kendall fue interpretada por una Eva Marie Saint que nunca antes había trabajado con Hitchcock, y que venía de ganar su único Oscar en su única nominación por la excelente La ley del silencio (On the Watherfront, 1954), de Elia Kazan. La protagonizó junto a Marlon Brando, que también ganaría el Oscar de la categoría de Mejor actor protagonista.

Ubicada en el tramo final de la filmografía de Alfred Hitchcock, entre la antes mencionada Vértigo y Psicosis (Psycho, 1960), fue estrenada mundialmente en la séptima edición del Festival de Cine de San Sebastián en 1959, donde el realizador logró la Concha de Plata a la mejor dirección por segundo año consecutivo. La película supuso la cuarta y última colaboración entre Hitchcock y Grant, las mismas que con un James Stewart que se postuló para protagonizarla. Ninguno de los dos, ni Hitchcock ni Grant, consiguieron nunca una estatuilla, lo cual demuestra, a partes iguales, el gran nivel de la época y lo injusto del criterio de la Academia. Únicamente le concedieron un Oscar honorifico al actor en 1969 y un premio en memoria de Irving Thalberg al realizador en 1967. Pobre cosecha para semejantes talentos.

Hitchcock no obtuvo permiso para rodar ni en el edificio de la ONU de Nueva York ni en el Monte Rushmore, pero se las ingenió, como siempre, para hacer de la necesidad virtud, y convertir la escena final en una de las mejores de siempre, eso sí, perdió el autobús.

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