La Sección oficial del pasado Festival Internacional de Cine de San Sebastián tuvo uno de sus mejores exponentes con La hija de un ladrón, de la directora Belén Funes. El film, se destapó como otra de las óperas primas destacadas del festival al relatar con honestidad y realismo el día a día de Sara, maravillosamente interpretada por Greta Fernández (Concha de Plata mejor actriz ). Le da la réplica su propio padre, el actor Eduard Fernández, en lo que resulta una relación padre-hija compleja y eminentemente desgraciada.
Funes imprime a su trabajo un tono costumbrista similar al del cine de los hermanos Dardenne o al de otro drama social patrio: Techo y comida (2015). Si en el film de Juan Miguel del Castillo los problemas de la protagonista (una excepcional Natalia de Molina) se centraban en la supervivencia del día a día de una luchadora madre, Funes amplía el espectro para darle visibilidad a los intrincados vínculos familiares. Precisamente, esa falta de ellos o, mejor dicho, su desgaste inevitable, es el hilo conductor de una película que supura humanidad y realidad social.
De esta forma, padre e hija componen este desencuentro en el que sale a la luz el abandono de las responsabilidades paternas y sus consecuencias. El daño emocional y el desarraigo marcan la llegada a la madurez y la búsqueda precoz del lugar en el mundo de una protagonista resignada a sus claroscuros vitales. Sin embargo, en el trabajo de Belén Funes no hay sitio para la poética, pues hay una clara intención de denunciar la precariedad laboral, el difícil acceso a la vivienda y, sobre todo, las negligencias entre lazos familiares que son, en definitiva, un cáncer que todo lo enferma y aniquila.
Lo mejor: Su tono aséptico y la interpretación de Greta Fernández le dan una verosimilitud que invita a la reflexión social.
Lo peor: Para variar, las pocas copias distribuidas para su exhibición en comparación a otras producciones extranjeras de menos calidad. Una pena.
