Una de las cualidades más poderosas del cine, como cualquier producto cultural, es que brinda la posibilidad de provocar una reflexión en la audiencia, mostrando imágenes que no se olvidan fácilmente. Eso es lo que consigue Hamada (2018), el nuevo documental de Eloy Domínguez Serén, al retratar de forma cercana y comprometida a la juventud saharaui, cuya tierra natal es un campo de refugiados.
Son innumerables los documentales, películas, libros y ensayos que se han hecho desde que comenzó el conflicto del Sáhara Occidental hace más de cuarenta años. Pero, por desgracia, este conflicto se halla estancado. El pueblo saharaui continúa en un limbo árido e inhóspito, al que el término “hamada”, como se define al principio de la película, se adapta bien para expresar el vacío, la nada… la incertidumbre de no saber si es un sueño o una pesadilla.
No obstante, este documental no engrosa la lista de películas centradas en mostrar la desgracia del Sáhara desde una visión incluso paternalista (como parece ser la regla no escrita al hablar de conflictos internacionales). En su lugar, acerca la población joven del Sáhara a nuestra visión, de tal forma que, pese al contexto del campo de refugiados y las dificultades que tienen que sortear cada día, descubrimos que las inquietudes y deseos de los tres jóvenes protagonistas no distan mucho de las nuestras.
Sidahmed se enorgullecía al principio de resistir en su tierra, pero se ve obligado a intentar ir a España si quiere encontrar realmente “un sitio que ofrezca un futuro y cubra mis necesidades”, como dice para explicar su marcha. Pero no lo tendrá fácil (ni para conseguir el visado ni para acostumbrarse a España y lidiar contra el racismo).
Contrastando su postura se encuentra la risueña y carismática Zaara que, durante todo el documental, regala escenas memorables con su resolución para aprender a conducir y conseguir un trabajo de lo que sea (aunque haya que engañar un poco para lograrlo). Así mismo, desmonta prejuicios sobre las mujeres jóvenes en el mundo árabe con su independencia, seguridad y lucha contra cualquiera que quiera limitar sus aspiraciones.
Finalmente, el trío lo completa Taher que, pese a aparecer menos, enriquece el filme con sus bromas acerca de encontrar pareja (francesa, a ser posible), aprovechando las reuniones que se realizan para concienciar sobre el conflicto del Sáhara, que para ellos supone una oportunidad de conocer gente nueva.
Aprender a conducir, conseguir un trabajo, encontrar el amor, salir de fiesta, no verse obligados a emigrar. Tener futuro. ¿Aún estamos hablando del Sáhara o se trata de una charla entre amigos? La pregunta logra responderse con la equilibrada inclusión de escenas cargadas de política que explican el conflicto saharaui y que se fusionan como telón de fondo de la historia personal de los jóvenes.
El tratamiento de los planos con una cámara fija, hace que, como espectadores y espectadoras, sigamos a los protagonistas desde una posición de iguales y a veces olvidemos que se trata de un documental. Respecto a la fotografía, el Sáhara es un escenario que quita el hipo. Dan ganas de pausar la película solo para disfrutar de las imágenes de las sinuosas dunas e incluso observar el orden dentro del caos del campamento de refugiados.
Es por ello que, partiendo de un argumento tan simple como el de las típicas inquietudes de unos veinteañeros, Hamada guarda una poderosa dosis de concienciación. Muestra vidas concretas, deseos realizables que pueden cumplirse si se dan las condiciones que cualquier país necesita. Refleja el espíritu de un pueblo exiliado que lucha contra el olvido. Que no somos tan distintos.
En resumen, si la situación a la que se enfrenta la juventud saharaui cambia de “hamada” o la nada (no en vano, Ah mad significa cuánto dolor en hassanía) a “badía” (en hassanía, campo fértil o tierra de pasto que queda tras las lluvias). La juventud del Sáhara, conectada por WhatsApp, necesita urgentemente una tierra en paz, donde echar raíces y crecer, progresar y desarrollarse como sociedad plena de unos derechos que, aun hoy, les son negados. Lejos de bajar la cabeza y suplicar, su rebeldía e inconformismo es inherente a su juventud y la demuestran día a día.
Lo mejor: La cercanía y candidez de los protagonistas. También la fotografía.
Lo peor: El ritmo de algunas secuencias es demasiado lento (sin estar totalmente justificado).