Conocedor de sus debilidades, ansias de dominación y su escasa resistencia al disfrute del poder, el hombre ha utilizado (y abusado) a las mujeres para llevar a cabo sus planes, encontrar un resquicio en la defensa del enemigo por donde entrar y, en la cercanía y la privacidad, asestar un golpe definitivo. En múltiples ocasiones nos ha llegado una visión absolutamente parcial y machista de esas mujeres que eran expuestas como traidoras y pérfidas, a las cuales el hombre (¡pobre de él!) no podía resistirse; la perdición personificada.
En la mayoría de ocasiones, el género masculino se beneficiaba de tales acciones -como pagos de deudas, encontrar la libertad por algún delito, o simplemente como mero chantaje o extorsión- y clara muestra de ello podrían ser el mito de Sansón, que perdió su cabellera – y por lo tanto su fuerza- por el engaño de Dalila, la muerte del jacobino Jean Paul Marat a manos de Carlota Corday durante la Revolución francesa, o la más famosa de todas: Mata Hari que, utilizando sus técnicas amatorias, pasó información al ejercito prusiano alemán convertida en el agente H21.
Este es el hilo conductor de Gorrión rojo (Red Sparrow, 2018), la última colaboración de la oscarizada Jennifer Lawrence y el director Francis Lawrence (sin parentesco alguno) después de tres películas de la saga de Los juegos del hambre.
Dominika Egorova (Lawrence), tras un violento suceso, es reclutada a la fuerza para unirse al proyecto Gorrión rojo, una escuela de espías rusa que utilizará cualquier método para instruir a los alumnos y así forjar una personalidad inquebrantable. Su primera misión será obtener información sobre un agente doble de la CIA (Joel Edgerton).
A través de un sugerente arranque asistimos a una primera hora de metraje más que interesante, con el sexo como motor de la escuela en cuestión, teniendo en cuenta primordialmente que desde ahí el macho es manipulable. El interés reside precisamente en todo ese proceso que lleva a cabo la escuela para manipular y deshumanizar a los integrantes del proyecto, haciéndolos insensibles a la violencia, al dolor y a la violación. Este aspecto es lo que ofrece Gorrión rojo como novedoso, que tiene en Jennifer Lawrence el alma y el protagonismo absoluto del film; la intérprete no muestra reparos al presentarse ante la cámara dando una veracidad total a la narración.
De esta forma, podemos pensar que la película nos va a proponer una variación genérica dentro del género de espías, con lo que, a priori, se hace estimulante en su visionado. Es tras la abrupta salida de la escuela donde el largometraje se vuelve convencional cayendo en los temidos estereotipos típicos de la temática. Porque ya sabemos lo que va a pasar, el film se divide en dos para apartarse de lo novedoso y comenzar lo rutinario, en lo muy trillado del juego de agentes dobles, romances de por medio, el sicario de los villanos y en la búsqueda de “ese” giro en la trama que, por premeditado y artificioso, se hace del todo previsible.
Lo que podía haber sido una nueva y grata experiencia se pierde en convencionalismos y en evidente falta de fe para llevar la historia a terrenos menos comerciales. Además, existe algo que reseñamos en innumerables ocasiones: el film se ve lastrado por la larga –e innecesaria– duración del film, treinta minutos menos hubiesen venido muy bien al desarrollo del relato y el espectador lo hubiese agradecido sumamente.
Lo mejor: El ritmo y la tensión narrativa del arranque de la película.
Lo peor: Tras su gran primera hora, se convierte en una película de espías más… y no mejor que muchas.