Existe un compromiso incontestable en el cine de Carlos Marques-Marcet, preocupado por explorar las posibilidades de la relaciones de pareja y la problemática de la distancia o el compromiso como factores capaces de dinamitar cualquier estado de felicidad aparente. Si en 10.000 km (2014) apoyaba su discurso sobre la búsqueda del equilibrio entre el amor y las aspiraciones profesionales, en Tierra firme (2017) fija su objetivo en el reloj biológico y, de nuevo, en las diferencias entre lo que cada uno ve -o pretende ver- en un horizonte no tan lejano. Son, sin duda, temas peliagudos que Marques-Marcet dibujó con trazo firme en su debut cinematográfico pero que ahora, en su segundo largometraje para el cine (13 días de octubre fue estrenada en Tv), parece no acabar de definir por una peligrosa inercia que, como un imán, atrae toda propuesta interesante hacia lo convencional.
Apoyada en la indudable profesionalidad de Oona Chaplin, Natalia Tena y David Verdaguer, el simpático trío protagonista, la película surca los canales londinenses junto a los tres personajes a la vez que describe la evolución de la pareja lésbica, en la que Eva (Chaplin) ha decidido, de manera unilateral, que ha llegado el momento de ser madre. La visita de Roger desde Barcelona es la excusa perfecta para que éste sea el padre no oficial del bebé que Kat (Tena) no está tan segura de querer tener. El paso del tiempo y las desavenencias de este triángulo, indudable reflejo de una generación confundida y más condicionada que nunca por los factores externos, es el eje de un relato irregular y, sobre todo, ligeramente artificioso, más por exceso que por defecto.
El guion, escrito por el propio Carlos Marques-Marcet junto a Jules Nurrish, transita por esta aventura urbana sobre la amistad, el amor, la maternidad y los modos de vida, con claroscuros argumentales. Se dan secuencias donde la necesidad de naturalizar las acciones condiciona el resultado, que provoca el efecto contrario (las primeras interacciones entre los tres o las escenas donde Roger debe masturbarse para la donación); por otra parte, el director refleja de mejor forma sus capacidades y la dirección de actores en aquellos tramos en los que la ausencia de texto deja sitio para un diálogo de naturaleza sensorial, sutil manera de evitar los subrayados y las ya de por sí cargantes reivindicaciones generacionales. Momentos como el de Eva y Roger juntos en el piano, de gran sensibilidad y potente mensaje, o la secuencia donde Kat enseña a Roger cómo proceder para tirar los deshechos de la embarcación en la que viven, llena de armonía y costumbrismo sin ampulosidades narrativas, evitan que la película decaiga definitivamente, pues sus defectos la sitúan en una delgada línea roja casi constante.
Es posible que la preocupación del realizador por hacer confluir el género de la comedia social con el drama romántico hubiese requerido un planteamiento más aséptico en el que el tránsito entre géneros fuese menos brusco, permitiendo al espectador experimentar las emociones, que el film logra transmitir casi siempre, de una manera más subjetiva y personal. Tampoco ayudan sus casi dos horas, pues la autenticidad del relato juega en contra del tiempo y la transición por algunos lugares comunes se hace más evidente. Con todo y con esto, no sería justo desmerecer el trabajo de Carlos Marques-Marcet; éste reivindica su habilidad minimalista en ciertos pasajes de la película donde sabe recurrir a formas más suaves que, en cierta manera, equilibran un conjunto al que le es dificultoso mantener la vigencia y no hacer previsible su conclusión. Hay, por tanto, una intención inequívoca y muy positiva de hacer llegar un mensaje comprometido a través de este cine, aunque su pretendida frescura no debería ser sinónimo de un manual de lo habitual.
Lo mejor: Las escenas carentes de texto, que dan cabida a mensajes más sutiles y sensoriales.
Lo peor: Su aparente naturalidad esconde cierta moralina.