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Festival de San Sebastián 2017: Rumanía rompe la mediocridad

La actividad cinéfila continua por San Sebastián ya lejos de las aglomeraciones del fin de semana, días en los que la ciudad se abarrota de turistas con ganas de disfrutar de su fenomenal ambiente. Ahora, nos toca al resto caminar de cine a cine con algo menos de agobio, pues Donosti da un respiro al esforzado crítico que agradece la relativa tranquilidad de sus calles durante los días laborales. Pero no se engañen, en San Sebastián prosigue el jolgorio cinematográfico con una jornada de martes de lo más apetecible.

Sin duda, la gran noticia del día se encontraba precisamente en su comienzo, con la proyección en Sección oficial de Pororoca (2017) de Constantin Popescu, que ofrece un magistral uso de la cámara para componer un relato con todos los elementos propios de la nueva ola del cine rumano. Sin alejarse de esta tendencia que aboga por el naturalismo y la composición de los planos a partir de los movimientos de los personajes dentro del encuadre, el realizador se sirve de los planos secuencia y  la tensión que propia de una cámara fija para transmitir la angustia y el horror que le depara a Tudor Ionescu, un padre de familia interpretado por Bogdan Dumitrache quien consigue altas cuotas de magistral interpretación en su mutación que es anímica y física al mismo tiempo.

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Sin abandonar la Sección oficial nos sumergimos en los ambientes marginales de Baltimore para seguir las andanzas de Keith, un joven de 24 años en libertad condicional. Sollers Point (2017), que resulta bastante interesante en su enfoque inicial, no termina de tener claro el camino a seguir y acaba por resultar una sucesión de secuencias ligeramente reiterativas (al igual que lo estereotipado de algunos de sus personajes). Aunque su lenguaje procura seguir las bases del cine socio-realista (cámara en mano, ausencia de banda sonora…) con cierto rigor y efectividad, su argumento huele a visto y oído. La rebeldía del personaje central ante una situación de, digámoslo así, desamparo afectivo tras una temporada en la cárcel, es el leit motiv de muchos otros trabajos similares que dejaban mayor poso, pues el aséptico guion de Matthew Porterfield, también director de la cinta, no da lugar a situaciones de mayor calado y consistencia dramática. Sollers Point es, por tanto, un quiero y no puedo que sumerge a Porterfield en los abismos del independiente USA menos trascendente.

La sección Perlas, que sigue aferrada a la autoría en su selección de títulos, una justificación que no es equivalente a garantía, ha proyectado el último trabajo de Todd Haynes, El museo de las maravillas (Wonderstruck2017), tras su paseo por la Sección Oficial en la pasada edición del Festival de Cannes. Al igual que ya hiciera Martin Scorsese con La invención de Hugo (Hugo, 2011), Haynes adapta la obra de Brian Selznick, un cuento que, a pesar de estructurarse en dos líneas temporales que se complementan a base de paralelismos narrativos, termina por alargarse, agotando la fórmula (una fórmula que, todo sea dicho, consigue acercarse más al espíritu visual de la obra original). Con un último tramo final digno del mismo Rithy Panh que enfrentó sus demonios desde la creación de figuras a través de los que contar su historia en La imagen perdida (L’image manquante, 2013), Haynes hace una operación similar, para recomponer la historia desconocida por el niño protagonista: una fórmula visual muy propia de los cuentos.

Regresando la mirada al concurso, se proyectó El secreto de Marrowbone (2017), del televisivo Sergio G. Sánchez. A priori, la propuesta del grupo Mediaset despertaba la curiosidad de la prensa, pues su aparente sello de terror clásico y exquisitas formas, hacían pensar que podría darse un nuevo éxito dentro del cine de fantasmas patrio. El orfanato (2007) servía como referente inicial, pero el film de Sánchez acaba convirtiéndose en una ridícula copia de la fórmula que funcionó (y rodó con talento Amenábar) en Los otros (2001). Sus clichés narrativos, la planicie de sus personajes y algún que otro giro poco eficiente destapaban las carencias de una historia infantiloide de formas irritantemente académicas, dejando al descubierto la realidad de un trabajo fallido y efectista indigno de su presencia en Donosti. Al final de la proyección se dio un grito unánime: ¿qué hace esta película en la Sección oficial del festival?.

Cerró la jornada el segundo largometraje de Fernando Franco, Morir (2017). Con Marián Álvarez en el centro de la historia, el realizador compone una historia que bordea esa miseria humana que acompaña (o puede acompañar) a la inminente muerte. La desesperanza y la impotencia vertebran un relato que transcurre entre tinieblas, en espacios poco iluminados, y abarrotadas de conversaciones carentes de palabras. El punto de vista elegido por el realizador es lo más potente de la cinta: contar la historia de quien cohabita con los efectos de una enfermedad, sin posibilidad de huida ni elección.

Por Javier G. Godoy y Cristina Aparicio
@blogredrum / @Crisstiapa
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