Hace tan solo unos meses, en el año 2014, se produjo uno de esos milagros cinematográficos que la mayoría de los espectadores no han tenido el privilegio de presenciar jamás. Lo corriente y a lo que el público en su mayoría está acostumbrado es que el paso por las salas de una película cualquiera no genere una expectación que vaya más allá de la lógica promoción, de alguna recomendación crítica de los medios de comunicación y de las opiniones de los compañeros de trabajo en ese castigado descanso para el café. Lo normal es que los largometrajes, en general y pasado un tiempo prudencial, desaparezcan de la mente y de las conversaciones de aquellos que decidieron pasar un par de horas inmiscuyéndose en el mundo ficticio que se crea ante sus ojos. Pero Ocho apellidos vascos no resultó ser una película cualquiera.
El cine español nunca se había enfrentado a un éxito tan arrollador y tan difícil de comprender como fue el que consiguió Ocho apellidos vascos. La comedia en nuestro país ha sufrido una evolución que muchos no han sido capaces de explicar y que a otros tantos ha dejado tan descolocados que, cuando han de enfrentarse a este género en una película española, han optado por la risa nerviosa antes que por la carcajada hilarante. En un repaso (demasiado) breve, se podría afirmar que, en lo que respecta al cine patrio, la comicidad parecía ser uno de esos talentos que se han visto infravalorados a lo largo de los años. En un intento por guardar las distancias, es importante recordar que de nuestras filas interpretativas han aparecido grandes, enormes actores cómicos que, si bien no han sido capaces realmente de enfrentarse al drama, ese género al que muchos se empeñan de forma errónea en calificar como cine serio, han logrado hacer llorar de risa a esos espectadores empeñados en mantener un rictus facial permanente.
Una afirmación que no parece pasar desapercibida es que hacer comedia, por mucho que se empeñen en ello los más puristas del género, no es una tarea sencilla. No basta con sacar adelante líneas de guion e intentar arrancar de la forma más despiadada una leve sonrisa de cortesía. No. Hacer olvidar a un público agobiado por la vida moderna que fuera de la sala de cine tiene problemas que no se verán reflejados en la gran pantalla es, con toda probabilidad, el único logro que puede agradecerse a Ocho apellidos vascos y a su posterior e innecesaria secuela. Sin embargo, las razones por las que un largometraje que, en un primer vistazo, carecía de todas las pautas necesarias para salirse del redil de la comedia fácil terminase siendo un éxito pueden ser, a día de hoy, producto de las opiniones de aquellos que se ven con la potestad de hacerlo.
Ocho apellidos vascos es, sin duda, el ejemplo de que el lugar y el momento precisos son tan determinantes para el estreno y el posterior fenómeno de masas como una historia atrayente o unos protagonistas carismáticos. Y es en este preciso momento cuando asoma el problema principal que tiene esta primera parte de una historia tan insípida como tópica: no existe novedad, no hay ni un pequeño rincón para la sorpresa y, por supuesto, el pilar vulgar sobre el que se sustenta toda la trama no es, ni de lejos, una de esas razones que explicarían cómo una cinta como esta logró recaudar de cincuenta y seis millones de euros, una cantidad que casi pone los pelos de punta y hace replantearse sin la inteligencia se ha escapado de la comedia para dormitar en un paraíso mejor.
Un error en el que muchos cayeron en el momento en el que el éxito de la comedia que nos ocupa era descomunal fue atribuir a esta película ese poder para sacar del agujero al cine español. Estos se estarán llevando las manos a la cabeza al descubrir que el fraude de las subvenciones se ha ido haciendo un hueco en la cinematografía patria y que el pozo en el que nuestra cultura audiovisual se hundía no iba a vaciarse por el mero de hecho de que una única cinta lograse una victoria que, a riesgo de que se produzca una lluvia de piedras, fue producto de un hecho totalmente puntual. Es imposible negar que el papel del público de Ocho apellidos vascos fue incluso más importante que los esfuerzos en promoción de la película. La capacidad de convencimiento de unos a otros logró que las salas se llenasen y que, incluso, aquellos que apenas habían pisado un cine en varios años, quisiesen comprobar si realmente era cierto que se trataba de la mejor comedia española de los últimos tiempos. Por desgracia, muchos se llevaron una (desagradable) sorpresa al comprobar que debían conformarse con una historia de amor y desamor tan corriente como los tópicos que muchos cineastas se empeñan en hacer pasar por novedosos.
La identificación del espectador con lo que ve en la pantalla es, por otro lado, uno de esos elementos que se pasan por alto con demasiada frecuencia. Ocho apellidos vascos y, como consecuencia, Ocho apellidos catalanes, son una exaltación de unas costumbres tan propias que utilizarlas para hacer comedia es incluso de valientes. Más de uno ha podido sentirse ofendido. A riesgo de modificar el tono tan solo un instante, la ofensa en este sentido no tiene un hueco aquí. Sin más. Sin embargo, es el tono absurdo y el desvarío de personajes lo que hace que esa identidad se vaya poco a poco diluyendo hasta convertir a la primera parte en un esperpento cómico digno y a su secuela en un intento de volver a conseguir lo que ya se obtuvo en el pasado. Es importante recordar que, a pesar de que en su día ciertas comedias patrias de calidad no lograron económicamente hablando lo que Ocho apellidos vascos consiguió y lo que Ocho apellidos catalanes pretende conseguir pero es prácticamente imposible que alcance, el género cómico español va más allá del abuso de la falta de inteligencia narrativa y de la mala costumbre de mezclar hilaridad con tropiezos y torpezas.
Por Sheyla López
@_Volvoreta