Como los del «Señor», los caminos para llegar a la cima son inescrutables. Talento, suerte o ser el hijo guapo de, son algunas de las opciones para instalarse en el estrellato, esa nube en la que se hacen perennes algunos mientras que otros son desahuciados sin opción a prórrogas solidarias. Pero, y un romance ¿es el mejor trampolín para triunfar en el show bussiness? Parece que la premisa de la pareja heterosexual compartiendo sitio VIP en el olimpo del cancionero americano ha dado para mucho, pues nada más y nada menos que en cuatro ocasiones se divisó en el horizonte de Hollywood un éxito que no siempre se acabó por tocar con los dedos. 1937, 1954 y 1976 fueron los años elegidos para probar suerte, aunque la primera tentativa, la de William A. Wellman, sigue siendo la propuesta más equilibrada frente al melodrama farragoso que dirigió George Cukor en el 54 o el pastiche de poca enjundia -y mucho metraje- que protagonizaron Barbra Streisand y Kris Kristofferson en el 76.
Este año, es el guaperas -con talento- Bradley Cooper el que se ha tirado a esa piscina medio vacía para dar a luz un nuevo remake. Desvinculado ya de su festivo papel en la saga Resacón, habiendo protagonizado con esfuerzo la discutible El francotirador (American Sniper, 2014) o El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y a la espera de estrenar The Mule (2018), de Clint Eastwood, el bueno de Cooper ha querido estar en dos sitios a la vez -delante y detrás de la cámara- para volver a hablar sobre estrellas que emergen y otras que se apagan. Y así es su Ha nacido una estrella (A Star is Born, 2018), una luz de Navidad que viene y va, que brilla más bien poco y que se acaba fundiendo, como las de baratillo.
Y es que, como buitres a la espera, sobre el film sobrevuelan varios problemas: Por un lado, existe un desequilibrio descarado entre sus dos mitades. Una potente introducción, que sitúa al espectador en pleno escenario y lo atrapa con el primer tema musical, da paso a un par de secuencias previas al encuentro entre los protagonistas. La película avanza gradualmente y con sensatez, tan solo obstaculizada levemente por el gesto atormentado que parece requerir el personaje de Cooper y que éste fuerza en exceso, o la discutible soltura de Lady Gaga al encarar los primeros planos, prueba de fuego para actores o actrices no demasiado experimentados que aquí salva a medias el ojo fotográfico de Matthew Libatique. Aún así, la película, que ya ha dejado ver su falta de pretensiones sin que, a esas alturas, esto suponga un lastre, funciona como melodrama musical con licencias de modernidad. El público empatiza con sus ritmos y también con los problemas que cargan en sus mochilas los protagonistas, pareja que, todo sea dicho, sufre cierta falta de química. Esa es precisamente su segunda grieta en la piel, herida que más tarde se abrirá entre los siempre irritantes clichés made in Hollywood.
Sin embargo, es su segunda mitad en la que Ha nacido una estrella sufre un ictus narrativo. El film se lanza como un niño eufórico por el tobogán de la previsibilidad; «¡Mamá, mamá, sin manos. Mamá, mamá, sin dientes!, grita el crío inconsciente. Pero da igual, Cooper renuncia a volver a ser cuidadoso porque ha decidido seguir rodando sin las virtudes del primer tiempo para hacerlo de manera infantil, torpe y convencional. Pero no como mandan los cánones de lo añejo, porque ni eso se respeta en un nudo y un tramo final que desafían tanto a la verosimilitud de las cosas (la escalera del escenario de los premios Grammy) como a la propia sensatez inicial del guion. El libreto se tambalea cuando a Cooper, a Will Fetters y al afamado Eric Roth, se les mete entre ceja y ceja estructurar el film en torno al protagonismo de él en lugar del de ella, la estrella que nace. Esta sentencia, junto al desarrollo tramposo de su clímax final, supone la metástasis definitiva del ya maltrecho cuerpo de la película, castigada por el canibalismo del personaje masculino que requiere para sí toda la atención de un público posiblemente hastiado por tanta tragedia prefabricada.
Lo mejor: Sus minutos iniciales, instantes que apuntan alto.
Lo peor: Se desinfla con el paso del tiempo, siendo el tramo final un irresponsable ejercicio de caída libre.