Hay ciertas películas sobre las que planean leyendas de modo que, para cuando se estrenan, su visionado está condicionado por determinadas ideas fruto de la especulación popular (algo sensacionalista e incluso morbosa, a veces), lo que dificulta el poder abstraerse y acertar a realizar un análisis justo de sus virtudes. Esa predisposición, la que generan las expectativas, los rumores o simplemente la curiosidad, coloca al espectador en una situación que dista mucho de la neutralidad (si es que acaso eso es posible en algún momento): rumores de censura (recordemos el caso de The Interview (2014) de Evan Goldberg y Seth Rogen, que estuvo a punto de no ver la luz ante las amenazas de Corea del Norte) u obras que desatan polémica en los medios (como el reciente caso de Okja (2017) del realizador Bong Joon-ho, estrenada en Cannes y que desencadenó el debate sobre la calidad cinematográfica de un producto estrenado en plataforma y no en salas).
La recepción de Todo el dinero del mundo (All the Money in the World, 2017) se encuentra en circunstancias similares. El último largometraje de Ridley Scott ha sido el primero en sufrir de forma directa (o al menos abierta y pública) las consecuencias del escándalo Weinstein y sus secuelas, entre las que se encuentra la acusación de acoso sexual contra Kevin Spacey, que interpretaba al magnate John Paul Getty en la cinta de Scott. A tan solo unas semanas de su estreno, el realizador apostó por eliminar cualquier rastro de este y sustituirlo por Christopher Plummer, una decisión tan rápida como inquietante que costó millones de dólares. Y aquí es cuando surge toda la expectación y el recelo, ante la escasez de tiempo no solo para la preparación de un papel complejo, sino para orquestar toda una película donde tantos elementos se han debido alterar con la salida de uno de sus intérpretes principales.
Poco parecía importar que la nueva película del director de Alien adaptara la novela de John Pearson quien, a su vez, se adentraba en una de esas escabrosas historias que protagonizan los multimillonarios salpicadas de excentricidades y escándalos. Pero no hacen falta más que unos minutos para que empiecen a perder fuerza esas ideas preconcebidas acerca del film: en blanco y negro, la cámara planea por la Vía Veneto en Roma hasta llegar a un apuesto adolescente que pasea más vanidoso que decidido y más arrogante que precavido. La escena, que progresivamente muta a color, culmina con el rapto de este chico, John Paul Getty III, el nieto de quien, en ese momento -1973- era el hombre vivo más rico del mundo. Con elegancia formal y estilística, el arranque de la cinta se convierte en el mejor alegato para hacer tabula rasa.
Barroca en sus formas, Todo el dinero del mundo se empapa de la opulencia que rodea al millonario Getty. Desde los flashbacks con que poner en situación el origen de su fortuna (tan grandilocuentes como prescindibles) hasta la puesta en escena de todos y cada uno de los momentos que él protagoniza, el personaje finalmente interpretado por Plummer adquiere el estatus de un emperador capaz de dominar espacios tanto físicos como emocionales, y cuya presencia sigue latente incluso cuando no está en pantalla. Así, el relato centrado en el secuestro y su posterior operación de rescate se convierte también en una sucesión de retazos de la vida de este hombre que, sin ser el elemento principal de la historia, consigue eclipsar al resto. Puesto el foco en el dinero y en el valor y cuantificación de las cosas, redundan los elementos que hacen alusión a su lado más visible (antigüedades, obras de arte, contadores de billetes y un vocabulario que da cuenta de la tan amplia variedad de palabras con que referirse al dinero). El contrapunto de tan manifiesta avaricia se encuentra en el personaje de Gail Harris (Michelle Williams), una mujer capaz de desafiar a todo un imperio. Será el mercado el que termine por imponer precio a una vida humana, una cifra negociable donde las desgravaciones fiscales son factores más determinantes que los lazos familiares.
Sin dejar de lado el melodrama familiar, el thriller se va apoderando del relato: mientras se genera un clima idóneo de tensión e intriga reforzado por la crudeza de las imágenes que protagonizan el joven Paul y los distintos -y tan distintos- secuestradores (¡esa escena de la policía militar agazapada en la villa italiana!), el exceso dramático con que se retrata el tramo final termina por deslucir el resultado del conjunto; cuanto más se aleja de su referente histórico real, más sensacionalista e inverosímil resulta.
Para cuando termina Todo el dinero del mundo, nada queda de Kevin Spacey, ni dentro ni fuera de la pantalla: tan solo un grandísimo Christopher Plummer que, por méritos propios, no será fácil de olvidar y un Ridley Scott al que no le tiembla el pulso ya ni para filmar mutilaciones ni para mutilar su propio metraje.
Lo mejor: ¡Christopher Plummer!
Lo peor: Un final excesivo y pomposo que se pierde entre tanta grandilocuencia.