Hace poco más de un año la industria cinematográfica mundial ponía sus ojos y sus oraciones en Christopher Nolan y el estreno de Tenet (2020), una puesta a prueba de esa vuelta a la normalidad por la que suspiraba toda una cadena de valor mermada y herida de muerte por la pandemia. Los resultados en taquilla no fueron malos pero sí distaban bastante de las cifras que se habrían manejado en un escenario normal y su rentabilidad queda lejos de los habitual en este tipo de superproducciones: menos de 400 millones de taquilla mundial frente a un coste de producción de 200 millones de dólares (cifra que no incluye la inversión en promoción).
Hoy ese testigo reposa en las manos de Dune (2021), lo nuevo de Denis Villeneuve que llega de manera inminente a las carteleras y la película que volverá a abanderar un nuevo intento por demostrar que la audiencia, tras las sucesivas olas de los últimos meses, tiene sed de consumir cine de nuevo en salas de manera masiva. De nuevo un director que firma cine de autor con presupuestos y ambiciones de blockbuster, y de nuevo un director que se ha dejado la piel en que su obra se estrene en pantalla grande, defendiendo su trabajo ante la distribuidora para relegar a las plataformas televisivas a un papel de ventana complementaria.
Complicada es la papeleta de Dune como nueva salvadora de la industria, porque como era de esperar renuncia a las señas de identidad del nuevo cine factorizado de Hollywood para presentar una propuesta muy en línea del cine que lleva años cultivando su director. Con un amplio catálogo de incontestables virtudes, el último trabajo de Villeneuve no está pensado para el consumo masivo y quizá no conecte del todo con un público demasiado acostumbrado a devorar una y otra vez la fórmula que impera en el cine más industrial, pero lo que es indudable es su autoridad como catedral del género cuya construcción aún está por concluir.
Lo que el público se va a encontrar en las salas es cine en sus estadios más elevados. Una experiencia inmersiva que absorbe al espectador desde su primer fotograma en un universo desmedido cuyo gigantismo es capaz de epatar a las miradas más versadas. Titánica en su diseño de producción, Dune hace justicia al universo literario de Frank Herbert y regenera la visión de Lynch con contundencia, mejorándola y aumentándola en todos los apartados artísticos y visuales con artesanía y oficio, con singular refinamiento y con unas líneas formales muy depuradas que en su escenografía e iconografía contienen ecos de lo ya visto en Blade Runner 2049 (2017) o en La llegada (Arrival, 2016), si hablamos del diseño purista de sus mastodónticas naves espaciales. Sus 155 minutos son una potente galería de localizaciones, espacios y galerías estilísticas (ojo al diseño de los personajes secundarios y sus vestuarios y maquillajes) que envuelven una historia salpicada de política, de ambiciones y traiciones, de ecologismo, y por supuesto de religión, mitos y tradiciones.

Su narrativa, con mesiánico viaje del héroe incluido, es clásica y para todos los públicos, y deja espacio para que su reparto sobreviva al peso de sus escenarios y a su atronadora banda sonora, con un trabajo coral muy satisfactorio, y especialmente destacable en el caso de Rebecca Ferguson (fantásticas sus silenciosas miradas), Oscar Isaac (contagiosamente honesto) y un Timothée Chamalet consagrado en cuerpo y alma a dar vida y crédito al joven Paul Atreides. Gravitando en torno a su talento, Jason Momoa, Dave Bautista, Javier Bardem, Stellan Skarsgard, Josh Brolin o Charlotte Rampling con la difícil tarea también de salir airosos en el juego de las comparaciones frente al reparto que reunió David Lynch, uno de los grandes valores de su versión de 1984. Muchos personajes para poblar la space opera más ambiciosa de la historia del cine, cuyos arcos, en su mayoría, quedarán completados (o desarrollados, en el caso de Zendaya) en esa ya obligatoria segunda parte que Warner debe aprobar desde ya sí o sí.
Quizá Dune no sea la especia que la taquilla necesita pero sin duda es el producto que la industria precisa para demostrar al espectador del siglo XXI que aún hay películas que deben ser disfrutadas en salas. Concebida, diseñada y ejecutada para deslumbrar en pantalla grande, esta primera parte de Dune es un regalo para el público que aún sigue creyendo en el cine.
