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The French Connection: Ahí fuera hace frío

En un momento de la película dirigida por «Billy» Friedkin, el personaje interpretado por Gene Hackman (cuánto se le echa de menos) se encuentra vigilando en la distancia al narco francés que intenta cerrar un negocio en la ciudad de Nueva York. El contundente detective Jimmy Doyle, al que todos conocen como Popeye, se frota las manos pelado de frío mientras el traficante, un Fernando Rey astuto y finolis, cena tranquilamente en un restaurante de postín. Al final, el delincuente come sentado, mientras que el policía devora una porción de pizza de pie, esperando el siguiente movimiento.

Al igual que en algunos pasajes de El exorcista (The Exorcist, 1973) o de A la caza (Cruising, 1980) Friedkin quiso darle al poco agradecido trabajo detectivesco un toque documental, como queriendo ilustrar la hostilidad del invierno neoyorquino para aquellos que decidían emplear las 24 horas del día a cazar maleantes, beberse el alcohol de media Gran Manzana y dormir pocas horas. Eran esos sabuesos de la vieja escuela capaces de autodestruirse mientras hacían más o menos bien su trabajo, aunque con violentas licencias. Friedkin u Owen Roizman, el fabuloso director de fotografía, también hicieron bien sus tareas, tanto que Contra el imperio de la droga acabó por convertirse en uno de los grandes thrillers policíacos de los años 70.

Más allá de sus espectaculares persecuciones (insuperables) o de su trama sobre los bajos fondos y las grandes operaciones de la droga, The French Connection (1971) es una película que denuncia ciertos aspectos del funcionamiento de los cuerpos de seguridad, a menudo faltos de recursos y motivación de su personal. El espíritu crítico está implícito en sus formas y en su libreto callejero. Friedkin baja al barro, a ese ludus urbano donde la lucha se enreda con las corbatas de gánsters estilizados y sin escrúpulos que tan bien se mueven en las altas esferas. Pero el realizador quiso darnos esperanzas. El avezado Jimmy Doyle, siempre acompañado de esa suerte de escudero que es Buddy Rosso (Roy Scheider), es el abanderado de un perfil de agente en desuso, del que se empezaban a poner en duda sus métodos y corazonadas. Eso sí, entregado en cuerpo y alma -y ego- a la a veces desagradable labor policial.

Ahora, muchos años después de aquel hito, este cine está prácticamente desaparecido; ha mutado, al igual que Nueva York, una ciudad que cambia a cada momento. Y esa es la clave para disfrutar y valorar el film de William Friedkin: entender su importancia a principios de los 70, su capacidad renovadora, y el carácter referencial de sus formas y su discurso a día de hoy.

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