Nadie podrá negar que el género de asesinos en serie es un terreno farragoso y hostil, sobre todo para aquellos valientes que decidan embarcarse en esa aventura que les permita hacerse un hueco en tan compleja -y trillada- categoría del séptimo arte. Con paradigmas como Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), Seven (David Fincher, 1995), El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) o El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), por poner varios ejemplos, admirable será el director que intente construir, sin caer en los manidos clichés del género, otra historia de atormentados con insomnio e impulsos mortales. Cientos son los casos de proyectos cuyos saltos al vacío acabaron de la peor manera posible.
Es probable que esta divagación, absolutamente personal, coincidiese en alguno de sus matices con los pensamientos de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña que, no solo no se amilanaron ante tal desafío, sino que decidieron añadir más leña al fuego e hicieron de Que Dios nos perdone uno de los thrillers de la década. Y lo es por varias razones de peso, argumentos que premió el Festival de San Sebastián al reconocer como el mejor del certamen el guión escrito por ambos, que premió la crítica de forma unánime, y que premiará el gran público, el último y más importante de los jueces.
Para dar a luz una película de tales características, Sorogoyen, que sorprendió a propios y extraños con Stockholm, un inquietante relato urbano que rodó en 2013, insiste en la idea de no dejar ningún detalle por pulir evitando a toda costa ser autocondescendientes, aspecto que hubiese acabado con cualquier aspiración de la cinta. Esa exigencia se refleja en un guión cuidado de principio a fin, rico en matices y redondo en su resultado final. Por tanto, si a esta colección de atributos se le añadía la intervención de dos grandes actores, un proyecto complejo y de considerable magnitud como este tenía todas las de la ley para convertirse de manera fulminante en una de las mejores películas de la temporada.
Antonio de la Torre y Roberto Álamo son Velarde y Alfaro, pareja de policías en plena investigación de una serie de asesinatos de mujeres de avanzada edad. Diametralmente opuestos, ambos detectives trabajarán codo con codo para descubrir al asesino, cuya figura se revela más siniestra a cada paso que dan. Teniendo en cuenta la cercanía de la visita del Papa a Madrid, el 15-M y las dificultades que surgen alrededor de la pareja de policías derivadas del complejo carácter de ambos, el proceso se irá volviendo mucho más peligroso.
En casos como este resulta complicado no hacerse la pregunta del millón, aquella que relaciona la calidad de la película con el talento de sus actores; inevitable es que en un film como este ambas disciplinas se necesiten y retroalimenten, porque Que Dios nos perdone es de la Torre y Álamo, y Álamo y de la Torre son Que Dios nos perdone. La comunión entre los protagonistas con la trama del film es tal, que la cuenta se resuelve en una suerte de vasos comunicantes: la intensidad de la película es la pasión interpretativa de los dos, y la montaña rusa emocional de los personajes es la permanente y efectiva tensión narrativa de la cinta. A su alrededor giran como satélites el resto de elementos del film que, como una de sus mayores virtudes, acaban por reclamar y hacer efectiva su trascendental presencia. Esta capacidad para diseccionar otros componentes ajenos al comportamiento de los personajes principales (donde, paradójicamente, también hay lugar para el humor) es, precisamente, la que ha explotado el fenomenal guión de Sorogoyen y Peña, un texto sin lagunas, sólido como una roca e implacable con el público, que se verá inmerso en una persecución tremenda, asfixiante y violenta.
Como no podía ser de otra manera, el equipo encargado de dar forma y brillo al imponente trabajo del realizador madrileño no se queda a la zaga (así como una lista inagotable de magníficos actores secundarios). Olivier Arson compone la partitura del film creando sonidos menos convencionales y a los que estamos poco acostumbrados, rompiendo la sobriedad de algunas escenas con golpes de intensidad o creando inquietantes atmósferas gracias a hipnóticas y penetrantes notas new age. Por su parte, Alejandro de Pablo se une a la crew desde la dirección de fotografía, un trabajo que contagia el sofocante y enrarecido ambiente de un Madrid casi en descomposición, que ve cerca el declive de las instituciones, a la vez que espera la (¿deseada?) visita del Santo Papa. En definitiva, sangre, sudor y lágrimas, que materializa el diseño de producción del gran Iñaki Ros.
No creo exagerar, por tanto, al decir que la película de Rodrigo Sorogoyen, que apunta altísimo con esta producción, es uno de los últimos grandes títulos del thriller policíaco, no sólo del catálogo patrio, sino del panorama cinematográfico mundial. Y a pesar de haber leído y oído que Que Dios nos perdone puede parecer una anomalía (por buena, pero poco usual) de nuestro cine, no puedo estar más en desacuerdo, pues al género en España ya no se le mira por encima del hombro. Es importantísimo reconocer el trabajo de los profesionales que aquí se emplean con esmero, de los talentosos guionistas, de los atrevidísimos directores; ellos y el resto de apasionados que ponen su granito de arena para hacernos vibrar. Sorogoyen decía hace poco: «tenemos la responsabilidad de que los espectadores vayan a los cines«, y es seguro que él arrastrará a muchos, ha puesto el listón bien alto.
Lo mejor: su guión y actores, ambos deslumbrantes.
Lo peor: que, inevitablemente, algunos dejen pasar la oportunidad de verla en pantalla grande.