Tras alzarse como vencedora en Sundance, Me & Earl & The Dying Girl —me niego a recurrir a la espantosa traducción— se convirtió indudablemente en la película indie del año. En otras circunstancias, The Diary of a Teenage Girl —que carece de traducción pese a lo fácil que sería llamarla Diario de una chica adolescente— habría tenido grandes posibilidades de obtener tal honor, pues cumple con todos los requisitos para destacar dentro del simpático grupo de películas independientes sobre líos amoroso-sexuales: nuevos talentos, ingenio desbordante y, lo más importante, completa sinceridad, características todas ellas resumidas en un vocablo ya clásico: frescura. Con eso en mente The Diary of a Teenage Girl es un triunfo asegurado que nos traslada al palpitante San Francisco de los años 70 (aunque podría acontecer perfectamente hoy en día), concretamente al interior de Minnie Goetze, una chica de 15 años tremendamente curiosa por el mundo que la rodea (especialmente, para qué negarlo, por el sexo) que aspira a ser artista de cómics.
La elegida por la debutante Marielle Heller para encarnar a Minnie es la londinense Bel Powley, de veintitrés años, quien se enfrenta así a su papel más importante hasta la fecha, un trabajo que ya le ha granjeado sendas nominaciones a los premios Gotham y Spirit (que también han nominado al propio film en varias categorías frente a pesos pesados como Carol y Spotlight). Buen comienzo para una temporada de premios muy prometedora para ella dado el buen recibimiento de un film que debe todo a su innata combinación de valentía y talento. Así, Bel Powley no teme desprenderse de la ropa —o la dignidad— para confeccionar un personaje muy cercano que se gana la identificación del espectador prácticamente desde el primer plano. Y, aunque la excusa narrativa de hacerle guardar sus pensamientos en una grabadora puede parecer algo forzada, resulta perfecta para adentrarnos en su mente, probablemente tan “sucia” como la de muchos adolescentes (solo que esta se nos abre de par en par). De hecho, estos sagaces monólogos conforman indudablemente la clave de una película cuyo ritmo flaquea ligeramente una vez el nudo ya ha sido presentado.
Junto a Powley encontramos a los más experimentados Kristen Wiig (protagonista y guionista de La boda de mi mejor amiga, 2011) y Alexander Skarsgård (conocido por las provocadoras series Generation Kill y True Blood), que encarnan respectivamente a la madre y el objeto de deseo de la protagonista. ¿El problema? Que el segundo es también el novio de la primera (con la que, sobra decirlo, Minnie no tiene una relación muy positiva). En plena era hippy, tan latente es el ambiente de desenfreno y estridencia como exiguo el sentido común, pudiendo los personajes terminar perdiendo el apoyo del espectador dada la inconsciencia de sus acciones. Pero, ¿quién no ha sido inconsciente alguna vez? Y, sobre todo, ¿quién no lo ha sido con dieciséis años? La guionista y realizadora Marielle Heller sabe que, en cuestiones de sexo, nadie desea ser juzgado, con lo que evita hacer lo propio con su protagonista instando a que seamos nosotros y ella misma quienes reflexionemos sobre las acciones realizadas. “Me he pasado”, parece pensar Minnie en ocasiones; “te has pasado”, confirmamos nosotros. Pero, en general, aceptamos su camino porque entendemos las condiciones que le han llevado a tomarlo: fríamente podemos pensar que haríamos algo diferente, pero sabemos que la mayoría de decisiones se toman en caliente. Nunca mejor dicho.
Lo mejor: la frescura de un guion que se niega a juzgar a sus personajes.
Lo peor: la falta de ritmo que rodea los puntos de giro.
Por Juan Roures
@JuanRoures