Desde que llegamos al mundo buscamos relacionarnos con otros seres humanos. Tratar de crear vínculos con otros miembros de nuestra especie es parte de nuestra naturaleza, pues estos se tornan en pilares sobre los que apoyarnos cuando más lo necesitamos. Al menos teóricamente esto es así, pero el mundo de los sentimientos escapa a nuestro entendimiento, teniendo estos la capacidad de pulverizar cualquier teoría cuando hacen acto de presencia. Como metáfora de esta capacidad (auto)destructiva de nuestras emociones llega Demolición, la última película del director canadiense Jean-Marc Vallée, quien, como ya hiciera en C.R.A.Z.Y. (2005), Dallas Buyer Club (2013) y Alma salvaje (2014), vuelve a plasmar a la perfección la complejidad de una sociedad poblada de corazones rotos.
La repentina muerte de Julia hace que todos sus seres queridos se arropen mutuamente y traten de hacer más llevadera la situación compartiendo el dolor. Esta podría resultarnos la manera más normal de encarar una realidad así, pero cada persona es un mundo y no existe una única faz con la que enfrentarse a la muerte. El sufrimiento no siempre es tristeza, lágrimas y lamentos.
Tras consagrarse con las oscuras Prisioneros (2013) y Nightcrawler (2014), Jake Gyllenhaal encarna con perfecta solvencia a Davis Mitchell, un empresario que, a pesar del duro revés recibido por su fortuita viudez, no puede evitar actuar con absoluto hieratismo de cara a su entorno más cercano mientras que, por esos pequeños pero decisivos avatares del destino, se ve empujado a abrir su mundo interior a unos oídos anónimos, a una voz desconocida (y es que a veces nos es más fácil sincerarnos con extraños que, o bien no nos juzgarían, o bien lo harían desde la más absoluta neutralidad). Este es el pistoletazo de salida del vuelo de las cartas que se envían los protagonistas y que conforman el proceso dramático de un argumento prácticamente epistolar, en el que muchas de las cosas más importantes, al igual que el planteamiento y el punto final, se nos presentan por medio de narraciones en off de tinta sobre papel.
Si tuviéramos que destacar una cualidad de Jean-Marc Vallée como cineasta, esta probablemente sería su capacidad de retratar de una manera visible, casi física, el interior de sus nunca bienaventurados personajes. De este modo nos encontramos con que, si bien es cierto que el recurso de la cámara al hombro no es, ni mucho menos, algo novedoso (especialmente en el cine del autor), este es tan efectivo a la hora de trasmitir el desequilibrio emocional que no parece que se pudiera haber realizado el film de otra manera sin agravar el resultado. Tampoco parece temblarle el pulso al director al hacer a su protagonista diseccionar cada objeto que se encuentra a su paso como clara metáfora de lo que él mismo está haciendo con el personaje, mostrándonos las entrañas de Davis a través de los fríos tornillos y el complejo cableado de, por ejemplo, un microondas doméstico. En este sentido, al igual que hace el protagonista con sus herramientas de autopsia, el certero bisturí del cineasta nos presenta, por un lado, el interior de este viudo de una manera meticulosamente ordenada; por el otro, cómo se convierte en detonador siendo atisbos de persona inconexos entre sí volando por los aires lo único que vemos.
El montaje también ayuda a transmitir esa descomposición sentimental, jugando en ocasiones a mezclar pasado y presente, ficción y realidad, provocando que nos planteemos constantemente si lo que sufre es realmente locura o una condición intrínseca del ser humano conocida como “sentimientos”. Ya que los reflejos son una alegoría del cambiante “yo” interno que habita en el personaje en cada momento de la película, el realizador se encarga de que su largometraje esté repleto de ellos, ya sea a través de evidentes espejos o mediante charcos de agua más discretos . De sinceridad nos hablan también las ya mencionadas cartas, que nos acercan a la verdad más inmaculada aportando a las palabras que en ellas se adscriben un factor de intimidad que nos hace confiar en su contenido al estar alejadas de los juicios sociales que no dejan de condicionar nuestros actos y discursos día a día.
Con todo esto, el peso que recae sobre los hombros de Jake Gyllenhaal a la hora de encarnar al individuo a cuyo interior nos acerca la cinta, es especialmente notorio, exigiéndole enfrentarse a un mastodóntico abanico de sentimientos y estados de ánimo que el actor blande con mano diestra. Se consigue así cimentar la personalidad del protagonista por medio de una especie de locura racional que de vez en cuando busca explotar ante tanta rectitud. Es sobre todo cuando Davis conoce a Chris Moreno (Judah Lewis) —curioso pero muy efectivo tándem con el hijo de su nueva novia (Naomi Watts)— cuando empezamos a entender que la enajenación puede devenir en sinónimo de felicidad, y que acciones políticamente incorrectas como gritar, blasfemar o destruir son absolutamente imprescindibles para la buena salud mental del ser humano. Quizá el matiz más interesante de la locura del protagonista sea la enigmática causa de la misma: ¿es la tristeza o precisamente la falta de esta la causante de todo? Sea como fuere, de lo que debemos estar seguros es de encontrarnos frente a un ejercicio interpretativo sublime que puede augurar grandes resultados si recordamos aquella ocasión en la que Jean-Marc Vallée, hace ya tres años, decidió indagar en el potencial real de Matthew McConaughey enfrentándolo a un desafiante y durísimo papel que dio como resultado un punto de inflexión en la carrera del actor que pocos habrían presagiado.
Lo mejor: el realismo con que se muestra la complejidad sentimental que afronta alguien que ha perdido a un ser amado.
Lo peor: la profundidad del personaje protagonista hace que casi todos los demás parezcan simples y estereotipados.
Por Martín Escolar-Sanz