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Cine norteamericano

La cura del bienestar: Parafernalia medicinal

Aunque siempre han existido directores con cierta obsesión por la vertiente visual de sus películas, cuidándolas hasta el extremo, obsesionados por la búsqueda del impacto y la mirada atónita (Kubrick, Hitchcock, Cronenberg, Anderson, Lynch, Bergman…), existe una tendencia en el cine actual que prima descaradamente este matiz en detrimento de un guión sólido y coherente con su intención narrativa, alejándose, precisamente, de los dogmas establecidos por esos grandes creadores del séptimo arte.

Gore Verbinski, al que pareció sonarle la flauta tras una incursión aceptable en el género de terror con la versión norteamericana de Ringu, las andanzas del histriónico Jack Sparrow en Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, 2003) y Rango (2011), un brillante western animado, recupera con La cura del bienestar (A Cure for Wellness, 2017) aquellas malas sensaciones de sus trabajos más mediocres. The Mexican (2001), El hombre del tiempo (The Weather Man, 2005) o El llanero solitario (The Lone Ranger, 2013), le devolvían al terreno de la intrascendencia y vacía grandilocuencia, defecto principal de un cineasta que no ha cumplido, en la mayoría de los casos, sus aparatosas promesas.

Erróneamente tildado de visionario, Verbinski pretende crear un rompecabezas con tintes fantásticos en su nueva andadura dentro del género, pero resulta que, al final, La cura del bienestar es otro batiburrillo de ideas inconexas, sin alma y de blanda estructura, a la que sólo pretende sujetar con una (en un principio) atractiva puesta en escena. Como es de suponer, el inestable esqueleto se viene abajo al poco tiempo de comenzar el film, justo en el momento en el que ya han aparecido todos los personajes principales dentro de un contexto plagado de estereotipos y roles pobremente definidos, especialmente el del «villano» Volmer (Jason Isaacs), un cliché en sí mismo que resulta toda una declaración de intenciones dentro de los difusos objetivos de la película.

Según avanza el largometraje, su guión consigue el «más difícil todavía» provocando una inequívoca sensación de hastío y desinterés aunque se pretenda lo contrario. Sus previsibles giros a lo largo de la aventura de ese joven y ambicioso ejecutivo interpretado por Dane DeHaan, envuelven al film en un halo de vulgaridad patente hasta sus últimos instantes, momento en el que se desatan todas las malas sensaciones surgidas a lo largo de sus interminables 156 minutos.

Poco o nada es salvable en este producto con ínfulas y aberrantes resonancias del Drácula de Bram Stoker (el avezado Jonathan Harker, el enloquedico Renfield, un lejano castillo, el malévolo conde Drácula…), en el que casi todo está metido con calzador con la única finalidad de asombrarnos a base de una pretenciosa mise-en-scène que, paradójicamente, podría haber funcionado a la perfección con un libreto diferente detrás (o con un director comprometido con la causa y la consecuencia del propio cine como arte dirigido a). Justin Haythe, co-guionista, y Gore Verbinski no logran, en ningún momento, el objetivo de este thriller distópico mal encauzado que se deja llevar, con alarmante incompetencia, por el anárquico montaje de lo onírico, estilo reservado sólo para unos pocos.

Lo mejor: la partitura de Benjamin Wallfisch, un tipo al que seguir de cerca.

Lo peor: que tal sinsentido dure 156 minutos.

Por Javier G. Godoy
@blogredrum
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