Un cadáver en una habitación cerrada por dentro, un acusado que parece no ser el asesino, una cuenta atrás para demostrar su inocencia, diferentes versiones de los acontecimientos, la dosis justa de unos giros de guion bien ubicados y una constante sensación de que hay algo que se nos escapa… Contratiempo, el último trabajo de Oriol Paulo (El cuerpo, 2012), lo tiene todo para llegar a ser el thriller español del año, y aseveraríamos esta afirmación de manera más rotunda si no fuera por la maestría y el buen hacer que se ha venido demostrando en el cine nacional durante los últimos cursos en el tratamiento de este género cinematográfico en cuya naturaleza se encuentra, casi siempre, la poderosa capacidad de aunar el amor de crítica y público. El último gran ejemplo de esta calidad que permite a nuestro cine de suspense tratar de tú a tú a los más grandes es la genial Que Dios nos perdone (2016), de Rodrigo Sorogoyen.
“Tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines” decía José Saramago en su revelador Ensayo sobre la ceguera, y, le faltase o no razón, Oriol Paulo deja patente en esta película que suscribiría dicha cita sin que le temblase el pulso: la verdad está ahí, pero hay que saber verla. Como buen representante del género cinematográfico al que pertenece, el film está plagado de antecedentes y pistas que pocas veces conseguimos ver hasta que su evidencia nos explota en la cara. Por medio de un comienzo “in media res”, que nos presenta la historia y sus elementos a través de flashbacks y de las palabras del protagonista (Mario Casas) –recurso típico en la época dorada del film noir que podemos ver en cintas como Perdición (Double Indemnity, 1944)–, nos encontramos con una base estructural que recuerda a la de la extraordinaria Rashomon (1950), del gran Akira Kurosawa, y que concede al montaje la oportunidad de lucirse hasta el punto de alcanzar una importancia narrativa capital.
Gracias a este dinamismo formal que sabe leer las necesidades de un guion que fácilmente habría podido devenir en simple narración literaria, el trabajo consigue alcanzar la categoría de dignísimo cine de suspense. Pero no solo contra la escenificación de una propuesta aparentemente estática ha de luchar el realizador, sino ante el “más difícil todavía” de desestigmatizar a un Mario Casas que cada vez está más correcto pero que sigue generando un rechazo bastante generalizado a la hora de encarar este tipo de papeles, el cual en muchas ocasiones es inercial y, por lo tanto, ciego –que el público vea a Adrián Doria, el personaje al que interpreta, y no al archiconocido actor que lo encarna ha de ser la más ardua de las tareas–. No podemos dejar de mencionar el claro guiño, por la mitad del metraje, a una de las imprescindibles del género: Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), del inigualable Billy Wilder.
Dejando de lado algún que otro croma desafortunado, un ciervo animado digitalmente que sigue sin convencer –pero que, por lo menos, tiene más coherencia narrativa que el utilizado por Almodóvar en Julieta (2016)– y ciertos detalles argumentales inocentones y, a veces, algo forzados, en el cómputo general prevalecen las sensaciones que cualquiera busca al sentarse frente a una película de suspense: una tensión dosificada y bien articulada que es el núcleo de una bola de teorías y suposiciones que genera la mente del espectador y que, como si de una de nieve se tratara, se va haciendo más y más grande a medida que se va desvelando nueva información. Además, este trabajo funciona como primer retrato del año de una realidad ya incuestionable que tiene al thriller como protagonista y a la cartelera española como tablero de juego.
Lo mejor: su accesibilidad para el gran público.
Lo peor: si se han visto muchas películas del género habrá giros de guion que no sorprendan demasiado.