A pesar de su irregular trayectoria (impresión posiblemente fundada por sus saltos al cine anglosajón y americano), cada película que estrena Thomas Vinterberg es esperada con cierto interés. El director danés es el firmante del mejor film que surgió del movimiento originariamente creado por Lars Von Trier llamado Dogma 95. Aquella película se llamaba Celebración (Festen, 1998) e hizo que el mundo del cine fijase su mirada en el director de Copenhague, mientras su trabajo recibía un aluvión de premios y elogios por parte de la crítica. Además, es el director (en opinión del que escribe) de la mejor obra, junto a Amor de Haneke, que ha dado el cine europeo en los últimos años: La caza (Jagten, 2012). Su visión de cómo un bulo que se extiende dentro de una comunidad puede dinamitar la vida de uno de sus integrantes más queridos – y a la vez más envidiados- es sencillamente admirable. La alabada cinta mostraba de forma cruda y directa el mal que puede provocar en el individuo el ser apartado del grupo, convirtiéndose casi en una cinta de terror en el contexto de una atmósfera malsana donde las apariencias lo son todo.
En La comuna (Kollektivet, 2016) la última creación de Vinterberg, nos encontramos con el matrimonio formado por Anna (Trine Dyrholm) y Erik (Ulrich Thomsen) un arquitecto que hereda la casa familiar y ante la dificultad para mantenerla y el gran tamaño de esta, añadido al fantasma de la rutina que asoma en la pareja, decide organizar una comuna y vivir como una gran familia. El film escrito a dos manos por el propio director y el guionista Tobias Lindholm nos sitúa en los 70 post-hipismo, donde las ideas socialdemócratas empiezan a ser no sospechosas y nuevas formas de organización social son vistas de forma más abierta sin asomo del terror al bolchevique. Pero las situaciones que Vinterberg nos propone resultan forzadas y artificiosas dándoles un toque bienintencionado y un tanto naíf, lo que nos lleva a que cuando surgen los conflictos se olvide de la idea central y la historia ponga el foco exclusívamente en dos personajes y desdibuje al conjunto. A medio camino entre la comedia y el drama, el film no termina de decidir por qué camino seguir, surgiendo varios momentos previsibles y de forzada emotividad. Por momentos el buen hacer de ciertos actores disimula las carencias de una historia a la que le falta el brío y la claridad de ideas – y tal vez, posicionamiento ideológico- que sí encontrábamos en Celebración o en La caza.
Vinterberg pierde la oportunidad de mostrarnos una comuna más libre donde el comportamiento de sus integrantes esté justificado y no den la sensación de resultar ser un grupo de tarados a contracorriente, apostando por la lágrima forzada o por el conflicto simplista. A pesar de lo irregular de la cinta su visionado es grato y nada molesto, por lo que seguiremos estando pendientes a próximos trabajos del director danés, capaz de ofrecernos visiones más adultas y con mayor peso que esta irregular película.
Lo mejor: Trine Dyrholm en el papel de Anna.
Lo peor: ciertos giros de guion, forzados y previsibles.