Si nos fijamos en el origen más estrictamente etimológico, nos encontramos con que el adjetivo “patético” proviene del griego pathetikos, cuya raíz es la palabra pathos, que significa emoción, sentimiento, enfermedad… El diccionario de la RAE se hace eco de este origen en la única acepción que le da a este epíteto: “Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”. En cambio, no cabe duda de que el uso más común que le damos a esta palabra es el que se refiere a algo grotesco y ridículo, algo que da vergüenza ajena. Independientemente de la razón por la que surgió una segunda acepción no oficial de la palabra “patético” que ha acabado comiéndose prácticamente a la contenida en la RAE, Colossal (2016), última película de Nacho Vigalondo, es el ejemplo fehaciente de que ambas no solo pueden coexistir, sino que, en las manos adecuadas, pueden llegar a complementarse hasta el punto de retroalimentar el patetismo de cada una y regalarnos un producto tan dramático como bufo, un film de monstruos bailarines (patético) y de heridas pasadas que parecen no cerrar nunca (patético).
El peculiar punto de vista de un cineasta que se adentró en el mundo de los largometrajes a través de un thriller de espectaculares viajes temporales desde la cotidianidad y la rusticidad (Los cronocrímenes (2007)), da como resultado un trabajo absolutamente único cuya propuesta argumental no oculta los devaneos de su creador. Vigalondo, en cambio, es tan consciente del patetismo de la realidad que, sin renunciar a sus extravagantes ideas, consigue humanizar su película, acercarla a nosotros; logra traerla a nuestra dimensión al igual que hace con sus monstruos en la cinta. No necesita obviar escenas de original humor (¡atención al momento “thug life”!, el cine se vino abajo), ni privarnos de ese mágico y naif momento de revelación en el que Anne Hathaway descubre la conexión psíquica que la une al monstruo, ni siquiera le tiembla el pulso al invocar a una criatura nacida del trabajo escolar de una niña; no necesita renunciar a nada de esto para hacernos sentir, posicionarnos, pensar… A pesar de la singular y grotesca carcasa, la trascendencia contenida en ella trata desde la dificultad de crecer hasta el obsesivo posicionamiento al que nos vemos obligados en esta era de tecnología y redes sociales, pasando por los monstruos interiores que habitan dentro de cada uno de nosotros (metáfora evidente), la búsqueda del bien común en detrimento del propio, los traumas infantiles y los conflictos que suponen ceder a un chantaje. La maestría de la obra reside, pues, en saber llevar algo tan fantástico como es la aparición de unos monstruos de tal forma que el poso que deja no es otro que el drama humano. Es la anomalía contra lo cotidiano. Es lo colosal contra lo diminuto.
Lo mejor: el indudable valor de Vigalondo al construir un drama desde lo grotesco y lo cómico.
Lo peor: el impacto causado por tan inédita propuesta va perdiendo fuerza a partir de la mitad del metraje.