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Cine norteamericano

Blood Father: La Pasión de Mel

De un tiempo a esta parte la imagen que proyecta Mel Gibson provoca más rechazo que admiración. En mi mismo círculo cercano, desde los más conservadores a los más progresistas, la reacción al comentarles que iba a enfrentarme a la última película del actor nacionalizado irlandés -ahora entiendo su afición al alcohol- era la misma: caras de extrañeza y reparo. Todo ello se debe a las actitudes del actor y a las declaraciones que ha realizado y que nada han tenido que ver con la parte artística. Desde sus atrevidos manifiestos antisemitas hasta sus afirmaciones neomachistas, que provocan sonrojo y vergüenza ajena y consiguen que mucha gente se aleje de una sala de cine donde se proyecte alguna película de uno de los action man más importantes de los años ochenta. Para nada ayudó su homofobia declarada, su abuso de la botella que le provocaba una actitud trasnochada y grosera, su egocentrismo a raíz de sus triunfos como director y su radicalidad al lado del partido republicano.

Pero los prejuicios no deben permitirnos obviar la parte artística del que fue una de las estrellas más importantes, a nivel actoral y en su faceta como director, de los ochenta, noventa y parte del nuevo milenio. Como actor fue Max en la saga Mad Max, nos hizo pasar El año que vivimos peligrosamente, fue Martin Riggs en la saga Arma letal, se atrevió con un Hamlet e hizo que nadie nos quitase la libertad en Braveheart; como director su faceta artística se disparó con la ya mencionada y fabulosa Braveheart y dió el petardazo con La Pasión de Cristo. Ahora nos llega Blood Father, que nos presenta a un Mel Gibson con un perfil más bajo que parece haber venido a redimirse de su pasado reciente. Precisamente de esto habla el film: de la redención, la redención de un padre por el comportamiento pasado con su hija, una hija que tras llevar unos años desaparecida vuelve a la vida de John Link (Mel Gibson) un ex-alcohólico y ex-convicto para pedirle ayuda al verse envuelta en un asunto de drogas con un cartel al otro lado de la frontera.

La cinta es la segunda incursión de Jean-François Richet en el cine norteamericano. El director francés, curtido en el cine negro, que ya con su ópera prima (État des lieux, 1995) causó sensación al rodarla con sólo veinte mil dólares, logra una película muy divertida a pesar del tema que toca y mantiene el ritmo durante todo el metraje sin que decaiga ni un solo segundo; en opinión del que aquí escribe, el film tiene una gran virtud, la forma tan concisa de contar la historia sin inflarla y sin recrearse en lugares comunes, lo que lleva a que tenga una duración tan ajustada; aquí no sobra nada, no hay rellenos y demás fuegos de artificio. El film es honesto y, paradójicamente sencillo, lo cual se agradece durante su visionado.

Apoyado en un Mel Gibson en plena forma, con una interpretación que suena a autoparodia y con ese toque cínico que hace que ese personaje tan tarambana que es John Link tenga vida y resulte absolutamente creíble, la película de Richet nos muestra un tipo que ya está de vuelta de todo y cuyo reencuentro con su hija es su cuenta pendiente. El reencuentro de ese par de irresponsables, está construido de manera efectiva y veraz. Cabe destacar a William H. Macy, que aprovecha al máximo sus pocas líneas de guión. Siempre resulta un placer verlo. Por otro lado encontramos al mejicano Diego Luna, cada vez más afianzado en el cine USA y a la espera de estrenar Rogue One: Una historia de Star Wars, con la que puede dar el salto definitivo.

Blood Father es, por tanto, un film absolutamente recomendable con el que pasar un rato muy divertido, incluso tratando un tema tan serio como el mundo de los cárteles, los sicarios y las drogas. Un problemón que tiene el amigo americano en las puertas, a sólo unos kilómetros. Tan lejos, tan cerca.

Lo mejor: Mel Gibson riéndose de sí mismo y la ternura con la que dota al personaje.

Lo peor: que los prejuicios hacia su persona no te dejen apreciar la película.

Por Javier Gadea
@Javichul
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