¿Y qué podemos decir que no se sepa ya de la vieja Blade Runner (1982)? (por el hecho de haber nacido dos días después de que comenzase a rodarse, 08/03/1981, me veo con la confianza de tratarla de “vieja”). ¿Volveremos a hablar del nacimiento del cyberpunk? ¿De su influencia sobre títulos posteriores, desde Matrix (1999) hasta Akira (1988) pasando por Ghost in the Shell (1995)? ¿Del monólogo histórico que, al parecer, Rutger Hauer improvisó paloma en mano? ¿De la muerte del esquizofrénico Philip K. Dick dos días antes del estrenado de la película basada en su relato, que le lanzaría a la fama de masas?
Podemos indagar un poco más y hablar de Deckard, de ese blade runner oscuro, áspero, que a punto estuvo de interpretar Dustin Hoffman, pero que finalmente lo hizo un Harrison Ford que hasta entonces solo había dado vida a héroes, que se había ciscado a Darth Vader y a los nazis del Arca Perdida, y que aquí tan solo es capaz de matar (de mala manera) a dos mujeres replicantes, y recibir sendas palizas y una lección vital de dos hombres replicantes, mientras apura botellas de whisky y licores orientales que le embriagan para soportar un trabajo sucio, que cada vez le asquea más, hasta el punto de enamorarse de una replicante, porque al fin y al cabo, ¿quién vive para siempre? Reminiscencias de Philip Marlowe para un personaje del siglo XXI: gabardina, alcohol y soledad.
Podríamos también hablar de la importancia de los ojos en Blade Runner, cómo todo apela a la mirada, a lo visual, como a los replicantes solo se les reconoce a través de un análisis del iris; la fábrica de ojos replicantes en la que Roy Batty descubrirá la forma de conocer a su creador; las exageradas gafas de Tyrell, símbolo de la visión suprema, del que tiene una concepción más amplia de la realidad, del ser que todo lo ve; la sombra de ojos que Daryl “Pris” Hannah se aplica para pasar por otro juguete más de JF Sebastian; la muerte de Tyrell (¿Dios ha muerto?) que más de 30 años después llevarán los creadores de Juego de Tronos a la pequeña pantalla en el duelo entre la Montaña y la Víbora.
¿Y cómo olvidar la impactante y potente música de Vangelis? ¿Y de los bocetos artísticos sobre la impresionante ciudad que abre el filme, ideados por el ilustrador fetiche de Ridley Scott, el francés Moebius? Los sintetizadores más allá de las puertas de Tannhäuser, el jazz futurista y amargo del que bebe Deckard. El sonido de un filme de culto de ciencia ficción que sitúa el espacio en una constante lluvia azuzada por el motor de los spinners, en el rumor lejano de una ciudad siempre nocturna, hiperpoblada, que en un principio, en la mente de Scott, iba a llamarse San Ángeles, dando a entender que toda la costa Oeste de EEUU no era más que una industrializada y deshumanizada gran urbe que ya habíamos visto, esta vez de día, en Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973).
Como en cualquier relato de Philip K Dick sería absurdo no buscar la metáfora, el sentido metafísico de sus intenciones. El miedo a la muerte, la adaptación al entorno de los robots, ciborgs y androides, el rechazo de Dios como creador de un ser imperfecto (“la luz que brilla el doble dura la mitad” nos recuerda Tyrell), la aspiración de Prometeo. La contraposición de caracteres entre los habitantes del cielo (Tyrell viviendo sobre la ciudad en una pirámide que domina las sucias calles de Los Ángeles) único lugar en el que se ve el sol, y los pobladores del asfalto, seres condenados a vagar en la oscuridad, entre la incesante lluvia, los vapores de la gran ciudad, y la basura que asola las esquinas. El descenso de Batty de las estrellas una vez ejecutada la sentencia de su creador.
En fin, ¿qué podemos aportar de nuevo a una película analizada y desgranada una y otra vez en artículos y libros? ¿Y qué puede aportar una secuela de una de las películas más influyentes de la historia, aparte de una cantidad obscena en la recaudación? No ha habido lluvia que haya arrasado con las lágrimas de Blade Runner. Finalmente, como Batty pedía, la vida de los replicantes se ha alargado.