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Opinión

El bar: Desollamiento a la cultura occidental

Álex de la Iglesia regresa con fuerza a las pantallas mostrando su talento artístico en estado puro. El bar (2017), es una embestida perturbadora de crudeza cinematográfica llena de tensión, dramatismo, crítica política y humor negro para soportar el sangriento mal trago de algunas de las secuencias más agresivas.

Los personajes, extravagantes y exagerados aunque nunca encasillados, son llevados al límite de sus capacidades, mostrando de la manera más cruda la verdadera naturaleza del ser humano y su perseverante instinto de supervivencia. No resulta insensato decir que Álex de la Iglesia se ha dedicado a desollar la piel de la sociedad en la que vivimos, empleando un lenguaje agresivo para expresar un mensaje claramente político. La denuncia por la lucha de clases otorga un claro vencedor ante el duelo del pobre contra el rico (sin olvidar al maleante ciudadano de clase media). Como resultado, la riqueza sobrevive, cubriéndose con un abrigo que protege del frío sus muslos impregnados de la ponzoña de las cloacas y, a pesar del pestilente hedor, camina con elegancia y la mirada alta entre la multitud. El pobre en cambio, muere traicionado, iracundo y ante todo, desesperado. El estudio del director y sus actores sobre las expresiones y emociones humanas, revelan el afecto, el egoísmo y la vergüenza como fuentes primarias del comportamiento.

La rotunda presencia de referencias literarias al mundo antiguo y cristiano, ahoga de ceniza el concepto actual del estado de bienestar en el que viven los personajes, anhelando una época mejor, en la que pudieron ser felices. Las armas proporcionan el poder, ya sea en forma de arma de fuego o como una cura al virus que todos temen. El bar recupera el memento mori que llama de nuevo a las filas del arte.

Las brillantes interpretaciones de Blanca Suárez y Carmen Machi, sobrecogen la mirada del atento espectador, haciéndome imposible olvidar los gritos, o las risas de la sala de proyecciones. Mario Casas, tiene la suerte de ser el único personaje que realmente refleja una evolución característica a lo largo de la película, situando al actor de nuevo en su zona de confort. Las imágenes, las fachadas, los estereotipos, y los secretos, son desarmados y a la vez vueltos a armar a lo largo de cada una de las escenas. Sin embargo, la interpretación más memorable así como el personaje más indispensable, vienen de la mano de Jaime Ordóñez, quien hace imposible que su trabajo pase sin pena ni gloria.

El excelente trabajo de fotografía realizado por Ángel Amorós, así como el de los departamentos de arte, sonido, caracterización y vestuario, crean una atmósfera absolutamente convincente, sin olvidar los elementos casi paranormales, típicos del director, que no pueden faltar en la película, recordando esa estética de lo “extraño” que tanto gusta a de la Iglesia. Los planos, el ritmo, los movimientos de cámara y los efectos de sonido, acompañan la ferviente tensión del momento, de la que surge una perfecta armonía de potente fuerza visual que abofetea a la sociedad española contemporánea desde un punto de vista tan sádico como irónicamente divertido.

Por Andrea Guerra
@Zipipichi
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