Siempre es una buena noticia el estreno en salas de una película de alguien con una visión tan personal y arriesgada como es Juanma Bajo Ulloa, director fiel a su estilo, sabedor de la dificultad que supone llegar al gran público -a excepción de Airbag (1997)-, de ahí su poca frecuencia a la hora de desarrollar proyectos de ficción muy personales.
Bajo Ulloa vuelve con Baby (2020) a viejas obsesiones como son la maternidad y los relatos siniestros. Vuelve por los derroteros de Alas de mariposa (1991) -película con la que consiguió la Concha de Oro en San Sebastián y varios premios Goya- o La madre muerta (1993). Aquí, una madre drogadicta da a luz en un momento de bajada a los infiernos que, ante la imposibilidad de sacar al bebé adelante, lo venderá a un trío de brujas sin escoba que se dedican al tráfico de niños. Tras un momento de purificación, intentará recuperar al bebé y a su propia alma.
El director vasco nos cuenta esta historia de una madre en busca de redención (podría ser una visión personal también de los vientres de alquiler) planteando un ejercicio de estilo innegociable que lleva hasta las últimas consecuencias. Es este un film “no hablado” (que no mudo), donde se da pie a otras soluciones narrativas, tanto físicas como visuales, donde la música compuesta por Bingen Mendizábal y Koldo Uriarte ocupa un lugar esencial. Se agradece la valentía y el arrojo del director por resultar distintivo y tan alejado del mainstream, además de plenamente consciente de que su propuesta será odiada o amada.

Más allá de sus virtudes (riesgo, personalidad, estilo…), y como no podía ser de otra forma, en ocasiones se ve lastrada por lo extremo de la sugerencia, resolviendo escenas de forma forzada que como consecuencia atascan la evolución de la trama. Hacia la mitad del metraje desaparece cierto interés: pasada el efecto sopresa de la falta de diálogo puede ocurrir que el disfrute tenga caducidad (como ocurría en The Artist), y sin embargo, retoma el pulso y vuelve a crecer para dejar un estupendo sabor de boca en el último acto. Si uno logra no desconectar, el placer está asegurado.
Lo mejor: El riesgo de la propuesta, su aspecto visual y la ambientación.
Lo peor: Lo personal de la propuesta puede provocar falta de interés en un público poco dado al esfuerzo sensorial.
