Ayer resucité a Federico Luppi. Como diría un argentino, me dio bronca que se marchara sin despedirse, que nos dejara huérfanos de su presencia, de su voz, de su mirada ahora tierna y desvalida, ahora salvaje y violenta. Desde la perspectiva egoísta del espectador, el artista siempre le debe algo, siempre está en deuda, ¿cómo ha podido irse sin avisar alguien con quien he llorado, reído, sufrido? Alguien que me enseñó que la dignidad ni se compra ni se vende, que si tu hijo se muere te «morís» con él, que los profesores que siempre voy a recordar son aquellos que bien me quisieron y me hicieron llorar, ¿cómo?.
Y así, enfadado por no dejar ni una carta, ni un triste adiós, encaré el quinteto que Luppi rodó junto a Adolfo Aristarain (sí, en realidad fueron seis sus colaboraciones, pero entiendan que deje La ley de la frontera fuera, por razones de buen gusto). Un quinteto en el que el director se apoyó en el gran Federico para expresar el sentir, las ideas, frustraciones y miedos de varias generaciones de argentinos, marcados por la historia cíclica de un país “en el que no se puede ni se debe vivir”.
Arrancó esta relación de conveniencia (para el público) precisamente con el que quizá fuera el mejor trabajo del actor junto a Aristarain. Tiempo de revancha (1981) cuenta la historia de un hombre que se enfrentará solo, sin más armas que su constancia y convicción, al sistema inhumano e insolidario de las grandes empresas. Alejado del estereotipo de sindicalista rudo o del manido obrero que pudimos ver en La clase obrera va al paraíso (La classe operaia va in paradiso, 1971), aquel que toma conciencia de clase cuando irremediablemente el patrón al que defiende le falla, Luppi creó un personaje lleno de matices, en una interpretación en la que en más de la mitad del metraje no abría la boca, mudo como una estatua de sal, pero firme en su lucha frente a la inhumana empresa, lleno de rabia y sarcasmo.
Tan solo un año después ruedan de nuevo juntos Últimos días de la víctima (1982), una historia y un papel en las antípodas del anterior. Luppi compone la figura de un amoral asesino a sueldo cuyas convicciones, profesionalidad y seguridad en sí mismo se van desinflando a medida que la historia avanza y el laberinto kafkiano se cierne sobre él y los pocos que le rodean y aprecian, con la sombra de la incomprensión y la traición sobrevolando su cabeza. El actor nos invita a acompañarle en un viaje que va desde el triunfo de su individualismo, hasta el abismo de las dudas ahogadas en la certeza de que su tiempo pasó, de que la derrota está cerca, pero su magnetismo y su afán auto destructor le atrapan y le conducen irremediablemente a un destino trágico que él mismo ha creado. Uno de los mejores thrillers rodados en habla hispana, un filme homenaje a los grandes clásicos, en el que Luppi es Marlowe y es León, el profesional, es Carvalho y es el Samurái de Melville.
Pasara toda una década hasta que actor y director vuelvan a juntarse. Y la espera mereció la pena. Un lugar en el mundo (1992) no es solo una película de un idealismo y una belleza sublimes, contiene además una dualidad que se sostiene en los papeles de sus actores principales (le acompañan otros dos de los más grandes: Cecilia Roth y José Sacristán). Es a la vez una crítica al sistema caciquil y explotador de los jornaleros, pero también un reflejo del egoísmo inculto de los trabajadores del campo. Un relato amargo de los ideales frustrados, un pulso entre la dignidad y la rendición, acción y razón. Un drama en el que ya solo la escena de Luppi y Sacristán despertando a Roth en mitad de la noche con más copas encima de las debidas, convierte esta joya en un clásico.
El papel más recordado de Luppi en España posiblemente sea el Martín de Martín (Hache) (1995). En un guion ácido, sin escrúpulos, el papel del actor se compone en base a algunas de las obsesiones recurrentes de Aristarain: la relación paterno filial, el miedo al compromiso, la derrota de los lucidos o la hipocresía moral de la clase media. Una película a la que siempre se ha alabado por sus diálogos (sublimes las luchas dialécticas del trío adulto protagonista) pero que vale más por sus silencios, por las cosas que no se dicen, y que llevan al fracaso y la tragedia, en una lección aprendida condenada a repetirse. Luppi emociona en su monólogo sobre la paternidad, nos asquea en su trato a Alicia, y nos enternece en su incapacidad para comunicarse con su hijo. La naturalidad con la que adopta todos estos roles y su tremenda humanidad es puro ADN Luppi.
Y cuando parecía que esta relación artística había tocado techo, nos regalan una última joya, en la que de nuevo Federico se vacía para reflejar ante la cámara la derrota de los fuertes, la lucha solitaria de los testarudos, el egoísmo intelectual de un hombre de apariencia fuerte, al que solo la cordura que aporta su esposa (la maravillosa y multipremiada Mercedes Sampietro) le permite permanecer en el lado de la raya de lo racional. Un matrimonio que sobrelleva las ausencias a fuerza de inteligencia y respeto, de proyectos apoyados en la certeza de que juntos siempre serán más fuertes que por separado.
Termino dejando al maestro Fernando Robles en el mismo lugar que desde hace unos días ocupa para siempre el gran Federico, satisfecho por saber que la memoria de los indispensables jamás será borrada, porque ha arraigado en mis recuerdos. Porque veo a Luppi frente al espejo con un cuchillo en la mano. Porque contengo la respiración cuando Luppi sujeta del pelo a Julio de Grazia en la bañera. Porque respiro libertad y dignidad cuando veo a Luppi mirar orgulloso los valles que un día fueron el fondo del mar y algún día serán pantanos. Porque trago saliva cuando Luppi le pregunta a Dante si Hache se murió cuando este le cuenta que ha tenido una sobredosis. Porque apoyo mis codos en el pupitre y escucho con atención a Luppi cuando me dice que tengo que enseñar a mis alumnos a pensar, y no a estudiar de memoria. La nostalgia no es un verso Federico. A vos ya te echamos terriblemente de menos.