Ya es habitual que lleguen importantes y buenas noticias desde un festival tan peculiar como el de Sitges. El evento, cada año más prestigioso, es el trampolín de varias de las producciones más destacadas en lo que al género de terror y fantástico se refiere. La autopsia de Jane Doe (2016), dirigida por André Øvredal, que ya se pusiese tras la cámara en Future Murder (2000) y la efectiva Troll Hunter (2010), viene a continuar la buena dinámica de muchos de los trabajos que se proyectan en la Sección oficial a concurso del certamen catalán, en el que fue galardonada con el Premio Especial del Jurado.
El film, que comienza su inquietante metraje con una expositiva selección de planos de lo que parece ser un asesinato múltiple dentro de una casa, procura no abandonar los espacios cerrados para utilizarlos como hilo conductor del elemento central del guion: la figura del enigmático cadáver de una joven desconocida. Salas, habitaciones, pasillos, ascensores… todas las estancias de los lugares en que se desarrolla la acción sirven como instrumento narrativo en este largometraje que esconde en su propuesta cierto homenaje al suspense del Hollywood clásico y al terror que, a mediados de los ochenta, marcase otro punto de inflexión. Hitchcock, Landis, Romero, Hooper, incluso Brian de Palma… existen sutiles influencias en muchos de los tramos de la película que la estilizan y la convierten en un producto muy disfrutable, sobre todo, en sus fabulosos primeros treinta minutos.
Es en este preciso momento cuando Øvredal le da un giro radical a la dinámica del film. En una decisión un tanto desconcertante, el guion de La autopsia de Jane Doe olvida la mayoría de sutilezas de su sugerente primera mitad para subirse al tren de lo que podrían parecer, a priori y por poco tiempo, una sucesión de situaciones efectistas y recursos facilones que, por el contrario, parecen tener la intención real de sumergir al espectador en una película diferente y lograr así una teórica sensación de desbarajuste. Es posible que este volantazo moleste a más de uno si es que se había dejado hipnotizar por el primer tramo, sin embargo, lo que hace el director es llevar la trama hasta lo más profundo de ese cine de terror al que parece querer pertenecer el film para luego volver a trasladarlo al estilo inicial, más apoyado en el misterio de lo que no se ve. Es posible que el encanto de la película de Øvredal se encuentre en esta capacidad para desorientar al espectador, que seguramente no sepa qué pensar con las idas y venidas de un guion y una puesta en escena que no necesitan de excesivos artificios para llevarnos a un clímax en gran parte efectivo.
La autopsia de Jane Doe funciona como un reloj a la hora de dar solución a la incógnita que plantea en su comienzo; es de agradecer la falta de trampas en un guion que bien podría haber abusado de ciertas licencias de cara al efecto sorpresa. Y, aunque Øvredal no duda en lanzarse a la piscina con algunas situaciones en exceso inverosímiles (la secuencia del ascensor y la novia del protagonista, por poner un ejemplo) y sustos predecibles, una cosa parece estar clara: el film pretende abarcar algunas de las diferentes expresiones del género y, en gran medida, consigue hacerlo con vigencia y refrescante energía. Para hacer evidente este aceptable resultado final también aportan su talento los dos actores principales; tanto la veteranía de un actor como Brian Cox (que en 2016 ya había sorprendido con su fenomenal trabajo en El último acto) como la templanza del joven Emile Hirsch, son elementos clave no sólo de un argumento necesitado de su buen hacer, sino de la credibilidad de la que tanto depende cualquier película perteneciente al controvertido género del horror.
Lo mejor: su primera media hora, todo un ejemplo del mejor terror no explícito.
Lo peor: el cambio de estilo narrativo puede resultar desconcertante.
Por Javier G. Godoy
@blogredrum
