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Críticas

Los niños del mar: Una estrella, todas las estrellas

El Studio 4ºC fue fundado en 1986 por Eiko Tanaka y Kōji Morimoto bajo el pretexto de mostrar un cine diferente al coetáneo. El estudio Ghibli estaba arrancando y sus principales metas eran la exposición de un cine comprometido, naturalista. En el seno del Studio 4ºC los objetivos temáticos son similares, pero su ejecución dista de ser como la de Hayao Miyazaki o Isao Takahata. Las premisas estilísticas parten de la libertad absoluta, apartándose de lo usual, alejándose de las líneas amables y los fondos estáticos y dotando de movimiento cada centímetro de pantalla por muy minúsculo que sea. Animatrix (2004) es una de sus películas más conocidas y, de los últimos años, lo más reseñable quizás sea el tríptico OVA del manga Berserk: Berserk: La edad de oro (Berserk: The Golden Age, 2012, 2012, 2013). Cintas, sobre todo la primera, que conversan más con lo experimental que con lo convencional, unido todo con un sentimiento vanguardista que pertenecerá ya a cada título posterior.

Dentro de esta coyuntura se encuentra su último estreno, Los niños del mar (Kaijû no kodomo, 2019), filme que gira en torno a Ruka, una niña que no sabe cómo afrontar el inicio del verano. Todo se arregla con unas visitas al acuario de su padre, donde además de conocer a sus dos nuevos e importantes amigos Umi y Sora (nombres que literalmente significan agua y cielo), rememorará un capítulo de su pasado que será de gran importancia para afrontar su futuro más inmediato. Juntos se aventurarán en una trepidante historia de concienciación naturalista y se sumergirán literal y figuradamente en el mar, donde Umi y Sora demostrarán una conexión especial con todo el entorno submarino.

Todo funciona desde la incubación del aspecto formal, donde el resultado final parece directamente sacado del boceto inicial, alejado todo de las técnicas más vanguardistas que dependen de la última innovación en 3D. Estos trazos son la característica más importante en cuánto a su estilo, más próximo a las acuarelas de El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari, 2013). En el aspecto argumental –y musical, la banda sonora lleva el nombre de ¡Joe Hisaishi! (minimalista, rotunda y captando perfectamente la esencia visual y fantástica de los protagonistas, especialmente de Ruka)– sí se nota la conexión de la cultura japonesa con la naturaleza y con varios aspectos del Estudio Ghibli: Mujer/niña/adolescente que lucha en pos de los suyos y el medio ambiente que los rodea.

La primera mitad de Los niños del mar se cuece a ritmo lento, preocupada más bien por la construcción de los tres personajes principales. Más adelante, con un argumento más complejo y expuesto narrativamente, el compás de la primera mitad cambia de marcha y arroja directamente al espectador hacia un colorido clímax final de más de media hora donde se evoca al espíritu sensorial de las imágenes animadas apremiado por la irregularidad de las líneas y el continuo movimiento de los fondos marinos.

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© Studio 4°C

La cinta demuestra la libertad representativa del mar y los océanos frente a la oposición de los acuarios. Ayumu Watanabe expone su preocupación por los derroteros del planeta, lanza un mensaje urgente con esta película e imprime la necesidad sobre la pureza de los océanos y su naturaleza, por eso celebra la vida bajo el agua y no sobre ella. Contraposición vital: La apática tranquilidad de la superficie en contra del misterio luminiscente del fondo marino.

Lo mejor: El anime japonés fue, es y será el audiovisual más concienciado con el devenir del planeta.

Lo peor: Argumentalmente podría haberse depurado algo más el guion para mantener a la perfección la sintonía entre lo formal y lo visual.

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