Si hay un tema que tiene múltiples puntos de vista en el cine es, como no podía ser de otra forma, la familia y todo aquello que la rodea de forma tan inexplicable como abrupta. Pocos son los parientes que se encuentren realmente satisfechos con el grupo en el que les tocó nacer y con aquellos que comparten sus mismos genes. No conocerán ustedes, con toda probabilidad, una casa en la que la disfunción emocional no aparezca una y otra vez hasta lograr que más de uno se pregunte por qué las personas con las que le tocó convivir se convierten de un día para otro prácticamente en enemigos. Por supuesto, y a riesgo de caer en las garras de la contradicción, ni todos los grupos familiares son un desastre ni son pocos aquellos a los que la locura no visite de vez en cuando. Y, sin embargo, lo cierto es que todas y cada de una de las familias suponen el retrato de la convivencia más longeva, de la inestimable puesta a punto del día a día y, sobre todo, de la certeza de que, pase lo que pase, resulta inevitable ignorar el lugar del que uno procede.
Y así, con una premisa tan compleja con esa, Joachim Trier proyecta todo el ingenio que le precede en una historia que se desinfla poco a poco hasta hacer desaparecer las intenciones que este tenía en un principio. Y es que resulta curioso cómo el modo en que se desarrollan los acontecimientos en El amor es más fuerte que las bombas no hace sino borrar en tan solo unos minutos todas las esperanzas de éxito dada la trayectoria de quien regaló al espectador una joya como Oslo, 31 de agosto. Por supuesto, no puede valorarse el talento a partir de un tropiezo como el que supone este último experimento del director danés. No sería descabellado afirmar que el elemento del que más parece hacer alarde en esta última incursión en el largometraje es precisamente el gran error que llevará al espectador a preguntarse de qué vale tanto mareo narrativo para llegar a un puerto tan predecible como innecesario. Resulta tremendamente confuso el empleo de infinidad de recursos que no hacen más que hacer alarde de lo que realmente debería tratar de ocultarse; es su predisposición al error lo que hace que El amor es más fuerte que las bombas se convierta en la película que quizá Trier debió evitar.
Aun con todo, con su disfuncional ejecución de una trama que en otras circunstancias narrativas sería totalmente atractiva y con los saltos temporales destinados a amargar en cierto sentido la experiencia cinematográfica del espectador, sí existen ciertos elementos tan dignos como cabría esperar. En este sentido, resulta imposible negar que el carácter nórdico que desprende el largometraje supone el soplo de aire polar que tanto demanda la historia y, sin llegar a ser totalmente fría, sí hace de El amor es más fuerte que las bombas una experiencia interesante en un sentido estético más que en un terreno narrativo. Esto hace que la sutilidad con la que se construyen los personajes sea, sin duda, el elemento más sobresaliente de la cinta, y no tanto aquello que pretende destacar en cada momento.
Se podría entender, además, que el reparto de protagonismos no se establece realmente en cuatro vertientes. Ni siquiera la figura materna merece tanta atención si se desgranan los hechos. El espectador más atento sabrá perfectamente que le mensaje que Trier quiere lanzar no es el de un reparto de roles equitativo, sino todo lo contrario. La fuerza de El amor es más fuerte que las bombas se encuentra en el hecho de destacar una figura que parece irrelevante por encima de las demás y convertirla en el vértice en el que se unen el resto de elementos. Eso, realmente, no es tan sencillo de lograr y supone ese punto positivo que parece difícil encontrar en este largometraje.
Joachim Trier desaprovecha, en cierto sentido, la oportunidad que brinda el duelo de una familia en favor de una notable estética. No obstante, sin la combinación de ambas, esta película únicamente puede ofrecer el resultado final que se proyectará en la gran pantalla: un drama condenado a buscar la sensibilidad del espectador con el único propósito de llamar la atención de aquellos espectadores acostumbrados a la acción ágil. El ritmo pausado con el que se desarrollan los hechos quizá funcionase en el pasado pero, en este caso, solo provoca el sopor de una historia que, si bien resulta interesante, se construye sobre un terreno hecho de tiempos argumentales inquietos.
Lo mejor: la estética nórdica de la película. Todos los elementos convergen en un estilo muy bien definido.
Lo peor: la búsqueda incansable de la llamada de atención del espectador. Muy poco sutil y demasiado obvia en ciertos momentos.
Por Sheyla López
@SheylaLdelRio
