Narrado en dos tiempos, el último largometraje de François Ozon reconstruye el verano que cambiaría el destino de Alexis, un joven confuso que se sirve de la escritura para afrontar una historia de su pasado reciente que se representa a partir de flashbacks. Este proceso creativo de introspección personal es un ejercicio de confrontación y catarsis que Ozon traduce en una interesante voz en off que, además de conducir la narración, desvela el complejo entramado emocional que subyace en su protagonista. En medio de este coming of age de despertar sexual hay una poderosa reflexión sobre la fugacidad de la vida, sobre la muerte, pero también sobre el ritmo adecuado que debe regir la vida de cada uno.
Es precisamente en su dimensión temporal donde la película encuentra una de sus mejores virtudes al hacer visible la convergencia de dos velocidades distintas en una misma secuencia: mientras Alexis baila en una discoteca, David (el otro protagonista de la cinta) le pone unos auriculares por los que suena una música diferente a la que se escucha en el local. Aunque bailan juntos, no lo hacen al mismo compás, y sin embargo se aprecia una anómala sinergia en la que no se hace evidente la diferencia en el ritmo al que se mueven. Los dos viven un mismo instante, aunque ninguno lo experimenta igual ni tampoco podrán recordarlo de la misma manera.
Puede que la escena no sea más que una hermosa demostración de dos historias desacompasadas (la de Alexis y la de David) que comparten un momento. Pero también encierra una lectura mucho más universal porque, en definitiva, ¿no es así como podría definirse cualquier historia de amor?
Lo mejor: No tiene reparos al asumir riesgos narrativos.
Lo peor: Algunos cambios de tono pueden desorientar al espectador.
