La sombra de Mártires (Martyrs, 2008) es alargada y los tópicos más trillados del cine de terror siguen funcionando. Si se combinan ambas características se obtiene Ghostland (Incident in a Ghostland, 2018), un cuento de terror psicológico con brujas trans, ogros y “muñecas” donde la tortura está a la orden del día.
Antes de meternos en el terreno argumentativo, tenemos que destacar el barroco decorado de la casa donde transcurre la historia. No sabemos qué clase de trastorno tendría la anterior propietaria, pero queda claro que es imposible resistir la tentación de no observar el fondo. Puedes encontrar cualquier cosa, desde muñecas “Anabelle’s style” que conocieron tiempos mejores, cuadros horribles cuyos ojos seguro que nos persiguen, hasta objetos colgantes sin sentido. Y ese maldito espejo secreto. Ikea, necesitamos ese espejo en el próximo catálogo.
En esta casa tan atrayente a la par que terrible nos presentan un argumento de sobra conocido, que bien podríamos incluir en el subgénero de terror slasher (donde siempre hay un asesino psicópata, normalmente con un arma cortante, que tortura a víctimas adolescentes) pero con toques sorprendentes. “Una madre y sus dos hijas se mudan a una casa heredada, donde dos asesinos las secuestran y someten a toda clase de torturas y vejaciones”. Que no os engañe su sinopsis: Ghostland presenta un cóctel de ingenio, tensión perpetua y violencia extrema.
Como una crónica de una muerte anunciada, en los primeros minutos, Beth (Emilia Jones), joven introvertida, fanática de H.P. Lovecraft y aspirante a escritora, lee sobre unos asesinos en serie en un periódico. Su hermana Vera (Taylor Hickson) es lo contrario a ella; extrovertida, sociable y adolescente malcriada al uso. Si eres de los/as que, viendo una película de miedo juega a anticiparse, Ghostland te recompensará con creces. Pero no siempre, pues añade sorprendentes giros de guion; como una comida con ingredientes picantes.
La tortura, la incapacidad de superar los traumas o la frustración de no poder discernir entre la realidad y la pesadilla están tan presentes que, a medida que avanza la película, cada vez surgen más dudas. Quizás de ahí el título, en referencia a la realidad “fantasma” o incluso a los asesinos a los que se tienen que enfrentar las protagonistas, en una pesadilla que parece no terminar nunca.
Desde los asesinos degenerados con toques de pedofilia, transfobia y misoginia, hasta las muecas de dolor en los rostros deformados de las protagonistas, todo cobra un carácter morboso, siniestro y que, si no consigue asustarte, sí que aseguramos que al menos te dará grima y mal rollo.
Si tuviéramos que señalar un pero, sería que echamos en falta un desarrollo de los villanos más completo, más allá del trastorno por las muñecas de porcelana. ¿Quiénes son los asesinos? ¿Por qué actúan juntos y cómo han eludido a la policía? Porque… exactamente discretos no son, ni en su bizarra apariencia ni en la ejecución de sus crímenes. Así mismo, en ciertas ocasiones, la película se centra demasiado en la tortura, descuidando los diálogos, que resultan simplistas y mejorables. Y, sucumbiendo al pecado capital del cine de terror, se abusa de los efectos sonoros que, más que ayudar, estropean la atmósfera de auténtico miedo que perfectamente podría conseguir sin ello. ¡Los sustos sonoros son demasiado cutres!
De cualquier forma, Ghostland se disfruta. Su director, Pascal Laugier, es un maestro a la hora de alargar la tensión hasta el extremo, en escenas tortuosas como la parte en la que una de las hermanas es forzada a convertirse en una auténtica muñeca. Esta y otras sorpresas (ojo al uso de la máquina de escribir como nueva arma del Cluedo), vaticinan la tímida renovación del género de terror, que poco a poco va apostando por una nueva mirada espeluznante hacia la oscuridad de la mente humana.
Lo mejor: La escenografía y los vaivenes entre la realidad y el sueño.
Lo peor: El argumento, centrado en la violencia, queda cojo en explicaciones y diálogos.