Ya decía Alan Alda en esa joya del cine universal que es Delitos y faltas (Crimes & misdemeanors, Woody Allen, 1989) que la fórmula para el humor es “Tragedia + Tiempo”. Es decir, la generación que acaba de nacer podrá reírse del 11-S a mandíbula batiente sin miedo a ser censurados por los lobbys reaccionarios y populistas de crecimiento exponencial al número de herramientas que se inventen para la comunicación de masas. En España hemos ido contracorriente siempre en esta definición, y hemos procurado reírnos del muerto en vida: cómo Berlanga se atreve con el hambre y la pobreza en la inigualable Plácido (1961) cuando a media España le rugía aun el estómago; el oportunismo y el punzón de David Ilundain al dirigir B, la película (2015) para contarnos la declaración de ese ídolo pop con aroma a Brumel y Pasa-Poga en el que hemos convertido a Bárcenas, cuando aun estaba esperando su sentencia; o la mala baba de Mariano Ozores en ¡Que vienen los socialistas! (1982), donde la recién terminada Transición (con Felipe a las puertas de la Moncloa y con el ancla en el Azor) era diseccionada con una comicidad que, con el tiempo, descubrimos que era muy real.
Es precisamente la Transición un tema que varias generaciones de españoles, nacidos durante su desarrollo, estamos desempolvando en la búsqueda de una respuesta a algo que Victoria Prego nos vendió con gravedad como el hecho histórico más relevante del siglo XX, y que con el tiempo, la luz, la desclasificación, la senectud y las cuentas en Andorra, aparece como un terreno abonado para la creación. En este contexto llega la inclasificable película realizada por la pareja Paola Álvarez y Manuel Escorihuela bajo el título Mathius Marvellous Shop, galardonada con el Premio del Público del Festival Rizoma en Madrid, una experiencia que, cómo decía uno de sus creadores, “es mejor no tratar de entenderla entera”.
Desde un prisma totalmente experimental, y apoyada en una solida creación musical (del propio Escorihuela), la película nos narra como en un futuro distópico el feminismo se ha impuesto, pero solo se ha conseguido después de fingir una catástrofe natural que afectara a toda la población a nivel global. Pero olvídense de argumentos y estructuras narrativas y traten simplemente de disfrutar del fino humor que sus directores y guionistas han filtrado, en un ejercicio vanguardista de narración y montaje. Un humor de tintes surrealistas, que juega de maravilla con el absurdo aplicado a las tendencias y modas a las que nos enfrentamos, y en el que se alternan imágenes de archivo (con esas jugosas entrevistas a pecho descubierto que solo se podían dar en la España de los 70) y largas secuencias rodadas con pulso y tino, en las que destacan un puñado de actores desconocidos, pero cuya competencia ya quisieran para si muchos de los invitados semanalmente a El Hormiguero (presten atención a la interpretación cómica y natural de la amateur Sacramento Amate, todo un descubrimiento).
Una película desinhibida, no para todos los públicos, pero con un indudable oficio en su realización, y con más ideas rescatables que desechables. Un ejercicio de libertad creativa que no apta para paladares lógicos y lineales, pero que gracias a su actuación coral, sus referencias costumbristas que dotan de equilibrio al caos, y un buen gusto artístico para sus aspectos más formales (desde la edición al sonido, la construcción del film es de altura), hacen que su visionado sea dinámico, aunque no sea cómodo.
Toda una rareza a la que hay que llegar desacomplejado y con ganas de NO entender. Solo así se podrá llegar a la verdadera esencia del trabajo de Álvarez y Escorihuela, a los que hay que seguir la pista desde el Berlin en el que residen, hasta el Mundo de Nunca Jamás que habitan. Para que no haya tragedias, y que desaparezca el tiempo.
