En una obra donde la casualidad no existe, descubrimos que el sino tras cada elección vital no es otro que el retorno al punto de inicio: “Al final, tropiezas con el silencio”. Gracias a tener esta pauta en cuenta y saber transportarla a la pantalla impregnada de franqueza descriptiva -exenta de excesiva ornamentación-, Oier Aranzabal ha conseguido transcurrir por caminos estimulantes para cualquier espectador inquieto que acepte el billete hacia el viaje incesante de un cantautor en busca de las claves del silencio.
Mikel Urdangarin decidió dejar la enseñanza para volcar su vida en la música: con la guitarra entre las manos y el euskera en sus letras, muchos tildaron su atrevimiento de delirio. Ahora, sin embargo, la perspectiva es distinta, su trayectoria es irrefutable y su quimera ha dejado de serlo. Veinte años más tarde de aquel punto de inflexión somos testigos de una búsqueda interna de significados y convicciones, filmada en un impoluto formato monocromático que transporta al origen con la calidez de los primeros pasos, desarrollando un documental en forma de road-trip espiritual, hasta descubrir que la meta no debería ser nunca alcanzable: si ésta se satisface, el resto carecería de sentido.
No hay momento alguno del metraje en que necesitemos que los nombres de los acompañantes del protagonista sean rotulados, pues con todos ellos comparte un vínculo íntimo y artístico innegable que flanquea la pantalla mientras le permite acercarse más a la síntesis del proceso creativo en sus argumentaciones. Introducida inicialmente por el artista plástico Alain Urrutia, desarrollada en pequeños fragmentos de conversaciones y percutida en la globalidad del conjunto, la idea de la creación se enfoca desde un plano de opuestos generadores de un movimiento circular (bidireccional) continuo: igual que se referencia el sentido de la vida desde el mismo significado de la muerte, podemos hablar del entendimiento en la amistad desde la comprensión de la soledad, o la comprensión de la música desde la complejidad del silencio. El recorrido incesante entre los polos genera la mutación en la vuelta al retorno; en el camino quedan las pinceladas de ondas en el lienzo sonoro de la música.
Lo mejor: (Re)descubrir la música de Mikel Urdangarin de una forma tan pura, desde la esencia y el entendimiento, sin desnaturalizar.
Lo peor: Sus formas no son tan arriesgadas como cabría esperar para un contenido tan introspectivo.