El nuevo drama de François Ozon ha llegado a nuestras carteleras sin alzar demasiado revuelo, algo inevitablemente sorprendente para cualquier seguidor de sus trabajos. No tanto por su casi millón de espectadores en las pantallas francófonas –sumado a su calidad se encuentra el posible efecto llamada tras los intentos de los responsables eclesiásticos retratados por frenar su distribución-, sino más bien por sus elogios en el Festival de Berlin (Gran Premio del Jurado) y la afinidad habitual del director de Frantz (2015) con los cinéfilos vecinos, a quienes él mismo define como especialmente interesados por su cine. Ninguno de sus logros hasta ahora están exentos de mérito. Ozon construye en esta ocasión un drama distanciado de su habitual deleite por la retórica y la circunstancial radiografía social, centrado en la exposición veraz y prácticamente aséptica de unos hechos detestables.
Una alarma despierta dentro de Alexandre, un padre de familia católica y aburguesada de Lyon, cuando conoce por casualidad que los abusos que sufrió de niño por parte de un párroco no fueron algo aislado, sino constante, y que, por si fuera poco, este desgraciado aún sigue trabajando con niños. En apenas unos minutos la narración ha comenzado a estructurarse en forma de engrasado diálogo epistolar sin un objetivo inicial definido, al menos no más allá de la búsqueda de la dignidad que fue mancillada y la necesidad de alejar a un lobo de los rebaños de carneros indefensos. Ante las indignas estridencias de la diócesis de Lyon llegaremos a la decisión judicial que llevará consigo la creación de la asociación La Parole Libérée, entorno a la cual girará el resto del periplo.
Se agradece en todo momento la firmeza y la templanza de la dirección: existe en ella una gélida contención intencionada frente al que hubiera sido el sendero fácil ligado al enjuiciamiento moral y la crítica anti-eclesiástica. Ozon demuestra en la ficción una brillante postura lógica y expositiva de los hechos reales donde el melodrama sensiblero no tiene cabida y la emoción debe brotar de forma natural desde el dolor compartido con la víctima. Aunque ficcionada, la tragedia se decanta tan amarga como podríamos descubrirlo en un documental; precisamente el formato que el director pretendía desarrollar justo antes de dar forma a esta historia. Una historia sobre David y Goliat: una débil víctima interpretada por el silencio, los traumas y los actos de los tres protagonistas de la narración, pero también las miradas, los recuerdos o la negación de los secundarios que les rodean, contra un verdugo sacro de enormidad centenaria, inmutable en su concepción e intocable por su robusto caparazón de poder e influencias.
En su temática, incluso aspecto en ocasiones, aparecen comparaciones inevitables con Spotlight (2015), y es que la película de Thomas McCarthy fue inspiración clave durante la evolución del proyecto, como ha señalado el propio Ozon en diversas entrevistas o de una forma más divertida y sutil: colgando el póster de la película americana en la pared de la comisaría durante una de las escenas más devastadoras. Si bien la inspiración pudo ser clave, el gran acierto aquí se encuentra en el enfoque: es el amplio y detallado espectro de sufrimiento y aflicción, esbozado durante los 137 minutos de incómodo metraje, el que pone el foco de atención sobre este infame episodio, abriendo al mundo crímenes silenciados durante décadas, ahora –por fin- juzgados ante la justicia.