Daniel Sánchez Arévalo parece decidido a retratar con extrema delicadeza, y una honestidad que trasciende las formas, el lado bueno de los vínculos y las relaciones familiares. Pero esta vez no se trata de una cuestión secundaria que sirve de contexto para contar un romance, algo que sucedía en sus últimos largometrajes Primos (2011) y La gran familia española (2013), sino que es el núcleo del relato: lo familiar como gérmen de la dimensión afectiva, el nexo que permite encontrar el lugar en el mundo. Y así, en esta búsqueda de uno mismo (en plena adolescencia), Diecisiete (2019) funciona como lo haría cualquier terapia: definiendo el problema y estableciendo los pasos necesarios para la sanación, sin melodramas, tan solo con la esperanza de mejorar en el proceso.
Haciendo gala de un humor fresco y afectuoso, el guion de Sánchez Arévalo es el punto fuerte de una cinta que, apostando por el realismo y sin ningún tipo de exceso narrativo o visual, no pretende traicionar su espíritu alegre y tierno. Es este lado luminoso del conflicto hacia donde el cineasta dirige la mirada y no pierde detalle: desde el cariño con que retrata a sus personajes (sostenido por el gran trabajo interpretativo de Biel Montoro y Nacho Sánchez, su complicidad y su capacidad para equilibrar el drama y la comedia) hasta la honestidad con la que sitúa en un segundo plano todo aquello que sirve como empuje emocional, anclajes necesarios que ajustan la gramática sentimental del joven Héctor.
Diecisiete es un ejercicio de empatía, una road movie inesperada que avanza sin contemplaciones porque confía en que a cada paso del camino hay una nueva conquista. Un viaje desde dentro hacia afuera que comienza con una ilusión, una que aporta la luz necesaria para abrirse al mundo.
Lo mejor: La fidelidad con que representa todo lo terapéutico (desde la terapia con perros, hasta la relación con la educadora, o el trastorno de Héctor).
Lo peor: Una y otra vez oír ‘tarapara’, gag que, por insistencia, se agota muy rápidamente.