Ternura. Es gracias a este sentimiento que Piper (2016), el último corto de Pixar y ganador del Oscar a mejor cortometraje animado en la reciente edición, consigue conectar con el espectador desde el primer momento y sin esfuerzo alguno. Dicha candidez podría ser vista como la típica herramienta “facilona” y eficaz de cara al gran público que no resultaría demasiado raro encontrar en un producto de estas características: un pajarillo torpón y revoltoso que corretea felizmente entre conchas y espuma de mar; pero, por favor, no cometan el mismo error que un servidor, no crean que la naturaleza almibarada de este trabajo busca conmoverlos, no juzguen antes de tiempo como sí lo hizo el que firma este texto, pensando, iluso él, que la terneza del cortometraje buscaba ser de su agrado… mejor dicho, no crean que ella busca nada, porque ella no busca, ella simplemente es, y es por una razón capital: funcionar como llave maestra.
Y es que sin la inocencia, que emborracha toda la atmósfera de ternura, una nimiedad tan fácilmente salvable no podría ser un conflicto, ni podría haber aprendizaje de nuestro protagonista de manos de tan entrañable e inesperado maestro, y lo más importante de todo: no podríamos ser testigos de una valentía únicamente fruto de la inexperiencia y que será capaz de acabar con una rutina animal inteligentemente marcada y reiterada en los primeros compases del cortometraje. En este caso la ternura no es el fin, sino el más eficaz de los medios de trasmisión de un mensaje muy claro: solo plantándole cara a nuestros temores encontraremos todo aquello que creíamos que se escondía en nuestra zona de confort (de una manera bastante literal, por cierto).
Para conseguir hacernos llegar tan necesario discurso, Alan Barillaro también combina dos de las más características e interesantes “marcas de la casa”, que no hacen sino engrandecer tanto este cortometraje como toda la trayectoria de Pixar en este humilde pero poderosísimo género cinematográfico: personajes no humanos que nos regalan puro cine mudo; y no es que tengan reparo en mostrarnos animales parlantes (sirvan de ejemplo el cortometraje Saltando (Boundin’ , 2003) y la mítica Bichos (A Bug’s Life, 1998)) o que necesiten personajes humanos para crear diálogos (El juego de Geri (Geri’s Game , 1997) está protagonizado por un anciano que no dice una sola palabra, igual que los personajes de El hombre orquesta (One Man Band, 2005)), sino que estos de Pixar tienen más bemoles que el protagonista de Piper y se atreven a sentar a niños delante de un largometraje mudo como Wall·e (2008) y que, además, les salga bien la jugada (Oscar a mejor largometraje de animación 2008).
En lo que a animación se refiere, y sin necesidad de subrayar que los niveles de realismo y fluidez a los que están llegando los trabajos de este estudio (y los de Disney) son algo sin precedente alguno en la historia de la animación digital, es interesantísimo pararse a analizar el tratamiento de los sentimientos de los animales y cómo estos se dan a conocer por medio del lenguaje corporal y los gestos de dichos seres, y es que desde que nos presentó la desesperación de un flexo con un simple movimiento pendular en Luxo Jr. (1986) y la nostalgia de un monociclo únicamente doblando su sillín en El sueño de Red (Red’s Dream, 1987), este estudio ha demostrado en infinidad de ocasiones que no necesita de las palabras para hacernos entender, sentir y maravillarnos.
PIPER COMO GANADOR DEL OSCAR A MEJOR CORTOMETRAJE
Pese a tantas virtudes, Piper no deja de ser una propuesta que, en general, no se sale de la excepcional línea que viene trazando Pixar desde hace ya más de 30 años: trabajo simpático, con toques de humor y una moraleja final; además, se aleja de la originalidad formal (Mr Hublot (2013), Buenas migas (Feast, 2014)) y técnica (Historia de un oso (2015)) de la que gozaban los últimos cortos premiados en esta categoría, pero, con todo, le ha valido a la casa su duodécimo premio de la Academia. ¿Esto cómo se explica? Hay que tener en cuenta tres factores determinantes: el primero es el llamativamente largo periodo (¡quince años!) que llevaba Pixar sin alzarse con el máximo galardón de la Academia Estadounidense en esta categoría a pesar de la clara supremacía técnica del estudio en lo que a animación digital se refiere –solo compartida con su primo hermano Walt Disney Animation Studio–, el segundo es el hecho de que este año únicamente optaba a ese premio, por lo que se habría ido de vacío de no haberlo ganado, y el último es la competencia relativamente pobre a la que se ha tenido que enfrentar. Siendo fieles a la verdad, esta categoría no ha gozado del excelso nivel con el que nos han deleitado la mayoría de las restantes: Borrowed time (2015), una propuesta de dos animadores de Pixar que se hizo polémica por su crudeza, es un buen ejemplo de esa búsqueda descarada de remover algo dentro del espectador que apuntábamos que Piper había resuelto tan bien; Pear cider and cigarettes (2016) es visualmente muy poderoso y su propuesta formal rezuma thriller neo-noir por los cuatro costados, pero esa narración en voz en off y esa estética de cómic clásico norteamericano no nos hace sino sentir que nos encontramos ante un libro mil veces leído, y Pearl (2016) es un trabajo muy honesto que trata sentimientos reales y absolutamente humanos de manera muy sincera, sin embargo una propuesta de animación digital tan primitiva no parece preparada para competir con las actuales técnicas de los grandes estudios –con animaciones de corte tradicional esto no sucede–.
Probablemente, la mayor competencia que tenía Piper era el cortometraje que completa el elenco de candidatos al Oscar al mejor corto animado de 2016: Blind Vaysha (2016), una obra cuya propuesta visual se apoya en el expresionismo alemán pictórico –más concretamente en sus xilografías y linografías– y cuyo argumento pasaría desapercibido entre las mismísimas Leyendas de Bécquer, y en la que, por si fuera poco, estética, animación y música trabajan conjuntamente para crear una atmósfera que da un sentido y una forma a la historia absolutamente decisivos: así, ese expresionismo de naturaleza lúgubre, tan pronto adquiere tintes esotéricos como tribales o de carácter chamánico, o muta en locura transitoria, según se combinen estos elementos. ¿Es mejor que Piper? La pregunta no es esa, la pregunta es: ¿habría ganado si Pixar se hubiera llevado recientemente el Oscar en esta categoría?
Como colofón final, descubramos el pastel que hace un rato empezamos a cocinar: ¿duodécimo Oscar del estudio y, aun así, llevaba quince años sin ganar el de cortometraje de animación? Así es, es justo lo que están pensando: ocho de esos doce Oscars han sido en la categoría de largometraje animado, exactamente la mitad de todos los entregados desde que esta se inauguró allá en 2001. Esta es la triste realidad de unos premios cuyas categorías más tolerantes, rompedoras y heterogéneas –y, por ende, más ricas– son las que menos repercusión y peso tienen, dejando a los gigantes repartirse los “premios gordos” aunque también opten a ellos estudios más pequeños pero absolutamente capaces (como es el caso del dignísimo Laika). Tal vez, la Academia debería aprender a abordar los Oscars principales con la amplitud de miras con la que juzga la categoría que hemos tratado en este texto. Si los premios de la Academia siguen un criterio puramente cinematográfico o hay muchos más intereses detrás no lo sé (seamos políticamente correctos), pero que hay que empezar a perderle el miedo a lo “diferente” –considerado así precisamente porque no se parece a lo que hacen los grandes estudios– y abrir puertas infinitamente fructíferas de cara al futuro. ¿O no es exactamente eso lo que trata de enseñarnos Piper?