El 20 de octubre de 2011 la banda terrorista ETA anunció el cese de su actividad armada. Seis años y medio después, el 3 de mayo de 2018, ETA anunció su autodisolución. Más de 800 personas quedaron en el camino, víctimas del sinsentido de un conflicto que se alargó aferrado a una lucha deslegitimizada hace tiempo y a la incompetencia de los diferentes gobiernos, más preocupados por ganar votos que por solucionar un problema que desintegró vidas a ambos lados del enfrentamiento.
El donostirarra Fernando Aramburu, uno de los narradores más destacados en lengua española, publicó Patria en 2016, novela superventas que trasladó al lector a esos frentes del conflicto a través de las vivencias de dos familias enfrentadas -antes amigas- y que, ahora, HBO lleva a la pantalla gracias al empeño de, entre otros, Aitor Gabilondo, productor y guionista vasco que con la serie ha acertado de pleno. Patria es, en su conjunto, un magnífico trabajo que ha sabido adaptar al formato audiovisual una novela plagada de peligrosas astillas, pues la pluralidad de su argumento, la cercanía del relato a víctimas y victimarios, una rigurosidad indiscutible y un interesante alejamiento del ámbito estrictamente político, parecían hacer de la serie el producto perfecto para que, los de siempre, lo acribillasen antes de ser visto.
Efectivamente. El anuncio del proyecto, el despido del realizador Pablo Trapero, el polémico diseño de carteles y tráilers que invitaban a los exaltados a juzgar antes de tiempo no hicieron más que acrecentar la expectación por un trabajo al que, en realidad, la polvareda le ha venido como anillo al dedo. El próximo día 27, HBO estrenará en su plataforma la que será, sin duda, una de las series de la temporada.
Y lo será por varias razones. En primer lugar porque su material, la novela, es una historia que abarca mucho. Las dos familias enfrentadas son la punta de un iceberg de rabia y dolor, de heridas incurables (o no) que supuran al calor de la intolerancia y la incapacidad para perdonar y pedir perdón. Porque, aunque van pasando los años, todo sigue ahí, casi intacto, en carne viva. Por otro lado, el trabajo de casting es excepcional: al contrario de la mucho menos conseguida La línea invisible (Movistar +, 2020), el reparto es eminemente vasco, detalle crucial para la verosimilitud de circunstancias y conversaciones en las que, de no haber sido así, el espectador hubiese sufrido esa suplantación histórica e identitaria. En los diálogos de los personajes hay ADN cien por cien vasco; idiosincrasia y cultura reales al servicio de la narración, y viceversa. En este mismo ámbito y sin olvidar al resto, Elena Irureta y Ane Gabarain -las dos madres coraje y los verdaderos catalizadores del relato- son la resplandeciente bandera de un elenco fabuloso.

Así, mientras el guion de Aitor Gabilondo va dando lustre a sus líneas según pasan los minutos, los actores y actrices de la serie dibujan con más detalle los trazos de sus personajes. Hay una preocupación evidente por profundizar en el carácter de cada uno de ellos evitando los estereotipos y, aunque en ocasiones pueda parecer que la trama echa el freno en detrimento del ritmo, al final se agradece ese cariño puesto en describir cada rol, sus motivaciones, actos y consecuencias. Gracias a esa solidez, el montaje de los capítulos -cuyas tramas van y vienen en el tiempo- funciona como un conjunto de recuerdos y flashbacks que tienen coherencia en todo momento. La engrasada estructura no lineal es, sin duda, una de las virtudes de Patria, capaz de mantener la atención del espectador desde el principio hasta el final con su habilidoso tránsito por los grises de esta historia.
Todo en la serie nos lleva a la misma conclusión. La lluvia que va y viene en forma de desoladores recuerdos, paraguas que se abren y se cierran en manos de aquellos que decidieron posicionarse a un lado o al otro. Ideales que no son tal, opiniones de barro, cobardía de pueblo, radicalismos de baratillo… en definitiva, luchar por luchar. ¿Y para qué? parece preguntarse cada personaje al final de todas las cosas. No queda otra. En Hernani o en Mondragón, en Rentería o San Sebastián, también en Madrid: ahora sin ellos, sin el miedo y las dianas, sin zulos ni las siniestras habitaciones de Intxaurrondo. Ahora, toca volver a empezar.
