Es un hecho: el estreno de T2: Trainspotting en España es casi inminente. Y confieso que tengo miedo. Vi Trainspotting (Danny Boyle, 1996) por primera vez siendo una adolescente, sola. La alquilé en el vídeo club, alentada por todos aquellos que la habían calificado de «muy bestia». Siendo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971) mis pelis de cabecera en ese momento, creí que no sería para tanto.
Y no lo fue, porque fue mejor. Lejos de asustarme o repelerme; me divirtió, atrapó, hipnotizó. La vi una y mil veces, cautivada por su estética perfectamente descuidada, sus carismáticos y suburbiales personajes, su guión trepidante y su banda sonora (si no la tenías, eras un loser total).
El guión, mezcla perfecta de humor y decadencia, es una brillante adaptación de John Hodge bajo la atenta supervisión del gran Irvine Welsh, autor de la novela del mismo nombre y que se convirtió automáticamente en uno de mis escritores de referencia, ni qué decir tiene (impagable su cameo como Mikey Forrester, el patético camello por el que Renton se llenará literalmente de mierda en el peor lavabo de Escocia). El espíritu irreverente, corrosivo, irónico, decadente, cargado del humor más negro, incorrectísimo (signo inequívoco de inteligencia y de salud mental) de la novela, se plasma y no se pierde en esta sucia joya del cine de los 90.
Pero las míticas escenas de Trainspotting (que son todas; la película se sucede como un vídeoclip preciosamente descuidado) no se entienden sin sus canciones correspondientes. La banda sonora (con nombres tan grandes como Iggy Pop, New Order o Lou Reed), tiene un papel fundamental, juega como otra gran protagonista. Jamás la huida de un ratero yonki (Mark Renton) fue tan trepidante, emocionante, como con ese frenético Lust For Life de fondo (a mí personalmente me entran ganas de convertirme en atracadora de bancos). El ebrio beso discotequero entre Renton y Diane se convierte en algo mágico e intenso con Atomic (de Sleeper). Una terrible y peligrosa sobredosis de heroína se percibe de forma poética, muy simbólica y envolvente, con la preciosa Perfect Day del maestro Reed. Y como colofón, esas primeras notas de Born Slippy (Underworld) que nos adentran en la escena final, suenan completamente épicas, poderosas (musicalmente, aún hoy me siguen golpeando, electrizando). Realmente llegamos a creer que Renton se dirige por fin a una nueva vida (¡choose life!) que será jodidamente genial. Personalmente, jamás lo vi muy predispuesto.
Pero sin duda, por encima de un golosísimo guión, una estética innovadora y una música perfectamente adaptada; se erigen como vencedores en la cinta de Boyle sus cuatro personajes principales. Cuatro cabroncetes minuciosamente definidos pese a sus evidentes deficiencias, antihéroes totales, desagradables la mayoría de las veces, pero capaces de enamorar al público pese a todo.
El protagonista Mark Renton (irresistible y enfermizo Ewan McGregor) es un joven inteligente e intuitivo, pero demasiado apático y escéptico para prosperar en nada. Encuentra en la heroína a su amiga más estimulante, cuando no está con ella se aburre como una soberana ostra. Sick Boy (carismático Jonny Lee Miller), un auténtico vividor: mentiroso, embaucador, sin escrúpulos, tremendamente atractivo y movido íntegramente por el interés. Spud (insustituible Ewen Bremner) es… bueno, simplemente es Spud: bondadoso, confiado, entrañable, todo corazón pero profundamente toxicómano. Y finalmente, Francis Begbie (grandioso Robert Carlyle), un auténtico psicópata: profundamente agresivo, le encanta despotricar sobre la sucia escoria que se inyecta mientras bebe enormes pintas de cerveza y esnifa rayas de coca. Son cuatro cafres integrales a los que te encariñas como a ese amigo que no deja de fastidiarla nunca y aún así, lo observas preguntándote por qué diablos lo quieres tanto.
Dicho esto y pese a mi escepticismo inicial, confío y doy mi voto de confianza al señor Boyle. Sabe que se juega demasiado. Y no caeré en el pretencioso argumento de decir que Porno (la novela de Irvine Welsh en la que se inspira la secuela), me parece la obra más floja del escocés. Sabemos que el listón está francamente alto porque con Trainspotting las escenas aparecen nítidas en nuestra mente cuando escuchamos por casualidad cualquier canción de su banda sonora en algún lugar. Podemos ver al prolífico McGregor en multitud de películas pero siempre nos aparecerá la imagen del yonki más sexy del cine (con perdón y todos mis respetos a Obi-Wan Kenobi). Recordamos algunos diálogos mejor que los aniversarios de familiares y amigos.
Trainspotting es, sin duda, una pieza clave del cine moderno (nominada al Oscar por mejor guión adaptado, ganadora de los premios BAFTA en la misma categoría y nominada como mejor film británico, tres nominaciones en los Satellite Awards incluyendo mejor película dramática y nominada a mejor película extranjera en los Independent Spirit). Pero, como veis, hablo desde la más profunda subjetividad. Y es que por encima de todo, Trainspotting nos afecta a muchos directamente a algo intangible, imposible de ser evaluado desde términos académicos: la nostalgia. Nostalgia de esa época en la que creíamos que íbamos a ser rebeldes para siempre. Y con eso, amigos, no se juega. Nos sentiremos profundamente mayores cuando acudamos ansiosos al próximo estreno de T2, eso es así. Por eso confío plenamente en que no nos sintamos defraudados: ese sería un golpe demasiado duro.