No me gustan especialmente las películas de terror. Tampoco me parecen que aguanten muchos visionados, más bien pienso en ellas como si fuera el típico suflé: una capa imponente visual cargada de trucos y sustos que solo sirven para enganchar al que ya es fan del género y que termina deshaciéndose rápidamente, sin pretender ir más allá. Pero hay excepciones, claro. Y qué excepciones.
Una de estas películas es, sin duda alguna, La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, 1968), que tiene una cualidad importantísima: la permanencia. Y es que la obra de George A. Romero (Nueva York, 1940) se ha convertido en un clásico que el tiempo no consigue erosionar a pesar de lo obvio de una manufactura cuasi artesanal y de limitados recursos. ¿Qué cualidades, entonces, han hecho de este film el referente de toda la ficción posterior, televisiva y cinematográfica, dentro de la temática zombies o muertos vivientes?
Ese análisis quisiera comenzarlo con un apunte personal y revelador sobre la especificidad de una obra que pervive fresca después de cincuenta años. Preparando este artículo me sorprendí pensando cuán vivo tenía el recuerdo de las sensaciones que me produjo ver, por primera vez, La noche de los muertos vivientes, a pesar de los muchos años transcurridos. Un impacto que, reflexionando sobre ello, tiene que ver con la principal virtud de la película: su realismo. Curiosamente, el realismo de la película tiene mucho que ver con el humilde origen del proyecto: Inspirándose en la novela de Richard Matheson, Soy Leyenda (I Am Legend, 1954), varios amigos de Pittsburgh concentran sus energías en la productora Image Ten para poder conseguir hacer realidad su película con apenas 115.000 euros de presupuesto. Para conseguirlo, tuvieron que realizar múltiples roles además de productores. George A. Romero (director y guionista) John Russo (guionista), Rusell Streiner (interpretando al hermano de Barbara, Johnny) y Karl Hardman y Marilyn Eastman (que interpretan al matrimonio).
En realidad, La noche de los muertos vivientes solo pudo ser posible por la “vuelta de tuerca” con que un grupo de jóvenes sobrado de creatividad consiguió superar esa escasez de recursos para crear “algo diferente”. Realizada en blanco y negro y rodada cámara en mano, el film logra un efectivo formato de documental o de informativo “breaking news” que narra la catástrofe con imágenes rápidas y atropelladas reforzando la sensación de que está ocurriendo realmente, que no es ficción. Un realismo que, aún hoy, continua impactando.
Otra circunstancia motivada por la falta de recursos fue que los escenarios de la película se reducen a dos: el cementerio y la casa donde se refugian los personajes para huir de los “convertidos”. Precisamente, este minimalismo en las localizaciones no resulta ser un inconveniente, sino que, por el contrario, es uno de sus puntos fuertes. Al desarrollarse la acción prácticamente en un único escenario, ésta genera en el espectador agobio e incomodidad, la misma sensación de claustrofobia que sufren los personajes que se encierran frente al peligro exterior. Además, otro acierto de la película es que la acumulación de personajes en esos espacios profundiza, no tanto en el conflicto entre malos y buenos, o entre zombies o ghouls (como los llama Romero) y los humanos supervivientes, sino en el conflicto interno entre éstos últimos, con sentimientos tan humanos y poco edificantes, a veces, como la lucha por el poder, el liderazgo, la cobardía, o el mero instinto de supervivencia.
Otro aspecto llamativo es la situación política y social en la que ve la luz la película. Fue estrenada en Octubre de 1968, apenas unos meses después del asesinato de Martin Luther King, momento crucial, por tanto, en la historia de los derechos civiles americanos. En este contexto, no podemos dejar de pensar que hubiera cierta voluntariedad por parte de Romero de narrar una historia con dobles sentidos. El rol protagonista se asigna a un actor afroamericano, Duane Jones, y no sólo eso, sino que se le otorga a su personaje, Ben, una atractiva heroicidad frente al resto de personajes, todos blancos. Especialmente frente a uno, Harry, que parece antagónico, cobarde y falto de la mínima empatía y solidaridad.
Sin querer desvelar el final de la película, sorprendente para quién no la haya visto, éste deja una sensación de profunda desazón, reforzando varias ideas que se han esbozado ya: La apariencia de documental, más acentuada en el tramo final; las similitudes con desgraciados incidentes racistas de la época en la América profunda, con hordas de gentes del lugar, armadas y con antorchas; y esa sorpresa final, momento que parece encajar como un puzle perfecto si lo que parece ser realmente fuera lo que es.
En todo caso, La Noche de los muertos vivientes es un ejemplo claro en la historia del cine de cómo la creatividad consigue superar los límites presupuestarios hasta lograr convertirse en un clásico y referente frente a muchas de su clase que la siguieron. Trabajos que multiplican por mucho su presupuesto y a los que, en su mayoría, efectos visuales aparte, les falta “ese algo” que siguen haciendo especial la obra cumbre de Romero.