¿Por qué se adaptan libros al cine? ¿Qué ha de hacer una película para aportar algo a una historia ya novelada? ¿Con qué ojo tenemos que enfrentarnos a su visionado para no caer en el clásico «el libro es mejor«?. Ni que decir tiene que el lenguaje de una y otra es único e intransferible, y, en este caso, la adaptación que hizo Luchino Visconti en 1971 de la novela de Thomas Mann es una pieza de un virtuosismo cinematográfico sobresaliente por saber trasladar a la gran pantalla los complejos códigos que le exigía la obra literaria.
El director italiano sabe que el poder que pueden transferir las imágenes pasa, en gran medida, por el uso que haga de la luz, y en este aspecto no desperdicia ni un ápice de esa magia que resulta del reflejo de ésta en el agua que rodea y atraviesa “la ciudad de los canales”. Así, nos regala unas escenas de playa de una plasticidad tan desbordante que parecen sacadas de cuadros de Sorolla, en una comunión perfecta entre luz directa, impresionistas destellos de luz reflejada y una suerte de efecto flou natural que genera el exceso de luminosidad sobre la calima del aire del Adriático. El realizador acentúa este embriagador efecto orientando la cámara en dirección al foco de luz, procedimiento a través del cual consigue también contraluces de un poder visual absolutamente arrollador. Pero la maestría de Visconti radica en la capacidad de corromper un escenario de cuento basándose en la construcción sensorial de una atmósfera enrarecida: una Venecia vacía, fantasmagórica; extravagantes –siniestros- personajes que personifican una realidad maquillada y sobreactuada que tras cada falsa sonrisa oculta una lengua burlona; un objeto de deseo que se sabe prohibido y cuya hierática belleza es el Orfeo de un protagonista que no puede evitar seguirle hasta lo más profundo del Hades; un aire espeso que embelesa los sentidos sobre un cegador mar que impide la huida de una ciudad putrefacta… Una compleja red de símbolos que nos atrapa y que ayuda al contenido filosófico de la obra original a explotar en forma de silencios y de ritmos pausados.
Por si el aspecto visual no fuera un ariete suficientemente pesado como para echar abajo la sensibilidad del espectador, el cineasta se sirve de una de las batutas más hábiles de la Era Contemporánea para confeccionar la banda sonora: Gustav Mahler –un gran acierto, a propósito, el convertir al protagonista en compositor en vez de en el escritor que era en la novela original, de esta manera se permite explotar al máximo una herramienta cinematográfica tan poderosa como es la música-. En este caso, la selección de partituras evoca la nostalgia propia de una ciudad de cuyo fulgurante pasado, como del del protagonista, queda ahora poco más que una maraña de canales y laberínticos callejones sin salida. Este concepto de la ciudad como metonimia del interior del personaje está presente tanto en la novela como en el film, pero la trascendencia que imprime Visconti a cada fotograma consigue salir de la pantalla y calar en lo más hondo de aquel que se enfrente al visionado de Muerte en Venecia (Morte a Venezia), quien hará suyo el conflicto de una persona que prefiere enfrentarse a la muerte que vivir el resto de sus días habiendo renunciado al amor.